Daniela Rea, La última tardeada
Hace doce años ocurrió una tragedia en las instalaciones del bar News Divine (alcaldía Gustavo A. Madero, CDMX). Un operativo sin protocolos ni profesionalismo se salió de control y cobró la vida de 9 jóvenes y 3 policías. A continuación les presentamos una crónica de la periodista y escritora mexicana Daniela Rea la cual fue tomada de su libro Nadie les pidió perdón.

La última tardeada
Leticia Morales llegó al Juzgado tras recibir un citatorio a nombre de su hijo Rafael.
—Estoy aquí porque citaron a mi hijo para declarar sobre sobre el caso News Divine —le dijo a la secretaria del Juzgado 19 penal.
—¿Y dónde está su hijo? —preguntó la empleada, con la cara sepultada tras montones de expedientes.
—No quiso venir —respondió Leticia.
—¿Entonces qué hace aquí? Vaya por el muchacho —ordenó sin mirarla.
—Vengo para llevarla al panteón. A que amplíe allá la declaración de mi hijo, porque todos ustedes lo mataron.
La mañana del 9 de septiembre de 2009 Rafael Morales fue citado a declarar sobre su propia muerte.
La comparecencia de Leticia ocurrió 15 meses después de la redada policial en la discoteca News Divine, que culminó con la muerte de 12 personas: nueve jóvenes y tres policías.
Uno de esos muertos era Rafael, que quedó tirado en calle. Rafa era un estudiante de preparatoria de 18 años de edad que había ido a la discoteca a festejar el fin de cursos.
Tras escuchar que el joven había fallecido, la secretaria del Juzgado 19 le dijo a Leticia Morales que se podía ir, pero la madre no se retiró. Acompañada de los padres de otras víctimas, se enfrentó al juez y le exigió una explicación de por qué su hijo y Érika, una niña de 13 años de edad que también murió en el operativo, fueron citados a declarar sobre su muerte.
El juez Rafael Guerra los recibió en su oficina. Les ofreció caramelos e intentó disculparse por los citatorios, pero no pudo explicar por qué a 15 meses de la tragedia el propietario de la discoteca, Alfredo Maya, era el único preso. Por qué, a más de un año de las muertes, no había una sola sentencia. Por qué no encontraban justicia en las 184 mil fojas, 250 audiencias, 2 mil pruebas y 52 amparos que atiborraban los 16 archiveros del caso.
—Tengan confianza, tengan confianza —balbuceaba el juez.
Pero confiar en la justicia era tan absurdo como citar a los muertos a comparecer.
El operativo
Un portón metálico adornado con rocas plateadas y custodiado por dos columnas romanas era el acceso a la discoteca News Divine. A este lugar llegaban cada viernes cientos de adolescentes y jóvenes atraídos por las tardeadas, las fiestas de espuma y los concursos de reggaeton.
En la zona oriente de la Ciudad de México, donde una tercera parte de la población es pobre y, de los jóvenes que mueren, la mitad son asesinados, el News, como le llamaban, era un refugio donde los muchachos podían pasar el rato sin ser perseguidos por esconder la mirada bajo una gorra o por llevar las carnes tatuadas de historias de amor. Lugares como este eran cada vez más escasos. Un año antes las autoridades cancelaron en el área 27 locales de baile y tardeadas por considerarlas focos delictivos. En la delegación Gustavo a Madero (GAM), la segunda con mayor población juvenil en la ciudad, los sitios para divertirse eran cada vez más escasos.
Visto de frente, el News Divine tenía una puerta principal, de doble hoja, que medía poco más de tres metros de ancho. Al lado izquierdo había otra puerta, de casi un metro de ancho que conectaba con la paquetería donde se guardaban las Ahílas y chamarras de los clientes. Enseguida de la entrada escaleras de caracol, de un metro y medio de ancho, que se elevaba hasta el primer nivel. Estaban cubiertas por un techo de lámina negra y decorado con estrellas fosforescentes simulando una noche galáctica. En el primer nivel se encontraban la pista de baile y la cabina del DJ. Había un pasillo y un baño en cada lado. En medio de ellos estaba la salida de emergencia, bloqueada con cajas de cerveza y cerrada con candado.
La tarde del viernes 20 de junio de 2008, unos quinientos jóvenes de secundaria y preparatoria llegaron al News Divine para celebrar el fin de otro año escolar; algunos aún cargaban mochila. Policías armados y encapuchados también arribaron a la fiesta. Guillermo Zayas, coordinador regional del organismo llamado Unipol (un grupo policial creado para combatir la delincuencia en los barrios más peligrosos de la ciudad) los había convocado a un operativo contra corrupción de menores.
El operativo en la discoteca era una de las primeras encomiendas de Unipol, creada un mes antes por el Jefe de Gobierno de la ciudad, Marcelo Ebrard. En esa corta vida desató críticas por la complicada coordinación entre policías y judiciales, y logró sus primeros éxitos: detuvo a un robapollos, a ladrón callejeros y cerró locales que comerciaban con autopartes robadas. En suma, 200 arrestados eran la carta de presentación de la Unipol. Así era la estrategia policial del gobierno de El día de la redada, Zayas solicitó por teléfono a la Dirección Jurídica de la GAM que prepararan los documentos para verificar la discoteca. Eran las cuatro de la tarde. Según el expediente administrativo el antro acumulaba irregularidades: licencia a nombre de otro bar, permiso para un área menor a la ocupada, ausencia de extinguidores y puertas de emergencia bloqueadas con cartones de cerveza. El local había sido clausurado ses meses antes del operativo, en diciembre de 2007, pero el dueño inconformó y levantó de nuevo sus cortinas. El día del operativo, el News Divine funcionaba con permiso de la autoridad.
Luego de la petición administrativa, Zayas convocó por teléfono y radio a más de doscientos funcionarios entre policías, judiciales, burócratas y Ministerios Públicos. A las cinco de la tarde estaban reunidos en las instalaciones policiales del sector Aragón. Algunos no sabían para qué habían sido citados ahí. Otros desconocían que el operativo sería en una discoteca. Quizá no importaba saberlo. Como lo explicó el jefe, parecía una tarea fácil: llegar, entrar, evacuar, subir a los menores de edad a un camión y llevarlos detenidos custodiados por policías armados.
A las seis de la tarde el News estaba tan lleno como un vagón de metro en hora pico. Una larga fila de jóvenes esperaba ingresar, entre ellos Rafael Morales. Era la tardeada de fin de cursos y Rafa, conocido en la escuela como el «Rey del Tribal» por su singularidad en este baile y en el reggaetón, iba a celebrar la salida del cuarto semestre de preparatoria, estrenando tenis y corte de cabello.
A la misma hora llegó el convoy. Los verificadores de la una tarea fácil: llegar, entrar, evacuar, subir a los menores de delegación, escoltados por policías, se abrieron paso entre la multitud acompasada al ritmo de reggeatón, que los miraba como parte del entorno. Sus visitas eran tan cotidianas como las riñas.
Sólo uno de los funcionarios mostró su credencial para identificarse. Otro, un judicial vestido de civil, se ahorró nimiedades y sacó su pistola para ordenar al dueño del News Divine, Alfredo Maya, desconectar el equipo de sonido y de desalojar el lugar. Al mismo tiempo que se daba la orden, otros policías en la entrada iniciaban el traslado de los jóvenes en un camión de la SSP.
El reggeatón retumbaba en vidrios y paredes cuando Maya tomó el micrófono.
—El operativo así nos lo marca. Vamos a desalojar el lugar, por favor. El viernes entrada gratis, por favor. Gracias —dijo, y las rechiflas resonaron al interior de el News.
Anahí, una estudiante de 15 años de edad, estaba en la entrada con su prima y amigos. Aunque escuchó el anuncio por las bocinas, no quiso salir por miedo a los uniformados que custodiaban la discoteca. Se mantuvo en la entrada hasta que un policía la obligó con un «camínale, pendeja» mientras otros, a golpes y empujones, forzaban a sus amigos a entrar al camión de la Red de Transporte de Pasajeros (RTP) que los policías habían frenado en la calle y vaciado de usuarios. Era el segundo autobús que salía de la discoteca lleno de jóvenes avasallados: si se movían o hablaban serían golpeados, amenazaron los oficiales.
Momentos antes de que el camión arrancara, Anahí alcanzó a ver afuera del antro a un par de policías esculcando a su amigo Rafa, de frente a la pared con las extremidades abiertas. Asustada, no entendía por qué se los llevaban ni a dónde se dirigían. Los escuchó decir que los encerrarían en el tutelar de menores. Algunos chicos creyeron que los desaparecerían y reventaron dos cristales para escapar por las ventanas mientras el camión iba en marcha. Anahí y su prima no pudieron saltar y permanecieron inmóviles en los asientos mientras se alejaban de la discoteca.
—¿A dónde vamos? —peguntó Anahí a la policía que los custodiaba dentro del camión .
—Cállate o vas a valer madre —espeto la oficial con un empujón.
—¿Adonde nos llevan? No hicimos nada —insistió la adolescente.
La Policía ya no respondió. Altanera, desenfundó su pistola y se la clavó en el cuello para lastimarla. Así la llevó todo el trayecto hasta llegar a la Agencia 50. Ahí, los 102 jóvenes detenidos fueron fotografiados de frente y de perfil, los numeraron con plumón en la mano, los obligaron a mostrar sus tatuajes para retratarlos y les hicieron pruebas de orina para saber si estaban ebrios o drogados. Algunas adolescentes, como Ivonne, fueron llevadas con el médico legista para verificar su edad.
—Quítate la blusa —ordenó el hombre a Ivonne. Ella se negó, pero el médico se acercó y casi rozando su cara le repitió la orden—. Que te la quites.
—Ahora quítate el brasier y alza los brazos —continuó. Ella alzó uno y con el otro se cubrió el rostro, avergonzada.
Bájate el pantalón y de una vez la pantaleta —le exigió —y date una vuelta despacio, para verte bien.
Ivonne acató la orden sin más. Cuando el médico legista lo permitió, ella se vistió y abandonó el cuarto. Afuera, una hilera de adolescentes trataban de adivinar en su llanto lo que les esperaba.
En la discoteca, la evacuación seguía. Entre el clamor de los jóvenes, que protestaban por los golpes e insultos con que los policías los arrojaban hacia la puerta, otro grito se escuchó desde la entrada.
—¡Ya no salgan, hay que esperar que llegue el otro camión! —Era un oficial el que daba la orden.
Los uniformados que estaban afuera no tardaron en obedecer y se lanzaron contra la puerta principal para cerrarla. Uno tras otro hicieron presión sobre sus espaldas y clavaron las botas al suelo para formar un muro e impedir la fuga de los adolescentes. Mientras, los que estaban adentro seguían empujando a los jóvenes hacia la puerta para llevarlos al camión. Poco a poco se quedaron atorados en las escaleras y pasillos sin luz ni aire porque con la música se apagaron también las luces y el sistema de ventilación, ya que estaban conectados a la misma fuente de energía.
Los gritos, que minutos antes eran de fiesta, comenzaron a transformarse en desesperación
—¡Abran la puerta! —suplicó el joven Alfonso a los uniformados cuando sintió la avalancha de gente sobre él, ubicado a escasos metros de la salida.
—¡Nos estamos ahogando! —se quejó Juan Carlos que, mareado por la falta de aire, empezó a vomitar sangre sobre sus pies desnudos. Le arrancaron los tenis a pisotones.
El grupo de adolescentes que acudió a celebrar el fin de año escolar se convirtió en un caudal de carnes arrastrado por la desesperación. Ahí estaba Marisol, de 14 años de edad, con su hermana Érika, de 13. Precavida, le dijo que esperarían el desalojo del lugar para no tropezar en las escaleras, sujetó su mano y la llevó hacia el baño, donde podrían respirar. Creyéndose a salvo, se recargaron en el muro y tomaron aire, pero dos policías las aventaron de nuevo al torrente del que intentaron escapar. Sus cuerpos fueron empujados y golpea por la inercia de los otros jóvenes. Marisol se fue quedando sin aire y sin fuerzas, hasta que soltó la mano de su hermana.
Raymundo tomó la mano de Daniel, su hermano menor.
Al sentir que la corriente los devoraba, lo agarró con fuerza para no perderlo. Tenía 16 años de edad y la responsabilidad de cuidar al pequeño de 15 que lo acompañaba por primera vez a la discoteca. Temeroso, Daniel se aferró al brazo flaco de Raymundo, pero la presión fue como el manotazo un gigante y cayeron al piso, y sobre ellos, otros jóvenes.
—¡Daniel! —gritó Raymundo antes de que el maremágnum le arrancará a su hermano. En un esfuerzo por recuperarlo jaló otras manos, pero Daniel fue tragado por la multitud, convertida en una arena movediza.
En el tercer piso, unos jóvenes reventaron los cristales de las ventanas para respirar. A la falta de aire se sumaba el calor de 500 cuerpos sudorosos bajo el verano.
Antes de abandonarse por completo, Marisol intentó buscar una bocanada de aire. Un empleado de la discoteca la alzó y ella se sostuvo un instante en puntitas, el suficiente para aspirar unos segundos de vida. Debajo de ella sintió los cuerpos tiesos y empapados en sudor, abandonados a una fuerza que no les pertenecía. Sobre las cabezas de los jóvenes alcanzó a ver que la puerta de entrada estaba cerrada y entre los lamentos que pedían oxígeno distinguió el grito de unos policías:
—¡No los dejen salir, no los dejen salir!
Sin aire, a oscuras, los jóvenes fueron cediendo en el túnel. Algunos se desmayaron, pero sus cuerpos permanecían erguidos, soportados por la fuerza que los apretaba; otros flotaban estrujados; otros más fueron cayendo al piso y encima de ellos tropezaban los demás.
—¡Abran la puerta que nos estamos asfixiando! —clamó el policía Manuel Aldrete a sus compañeros ubicados en la entrada.
Su voz, débil por la falta de aire, era un susurro entre los demás gritos. Trató de comunicarse con el exterior por el radio que sujetaba en la mano izquierda, pero su cuerpo no le respondió. Ya era parte de una masa colectiva, compacta.
José Jiménez, otro policía que permanecía dentro de la discoteca, intentó pedir auxilio por el radio, pero tenía una frecuencia diferente a la de los oficiales que resguardaban la entrada, por pertenecer a distintas corporaciones. En la premura del operativo no se coordinó la comunicación.
De pronto se escuchó un estruendo. La puerta principal reventó por la presión de la gente desesperada por huir de esa trampa o quizá porque algún oficial soltó el seguro que la mantenía atracada. Aún con la puerta abierta, los policías hicieron un último intento por retener a los muchachos en la discoteca, hasta que los vieron derrumbarse uno sobre otro, algunos con los ojos cerrados, otros con la piel morada. El cuello de botella duró de las 18.23 a las 18.32 horas.
Raymundo, que minutos antes soltó la mano de su hermano menor, permanecía tirado en el suelo. Desde ahí vio los pies de jóvenes tratando de escapar. A brincos y pisotones pasaban encima de su cuerpo triturándole brazos, costillas y piernas. Los policías afuera de la discoteca jalaron a la gente pata liberar la entrada. Tomaron los brazos de Raymundo y tiraron fuerte para sacarlo. A su vez, otros lo jalaban de las piernas para salvarse con él.
—¡No me dejes morir! —alcanzó a escuchar el grito de su amiga Isis Tapia, con la mano estirada a escasos centímetros de la suya.
Raymundo intentó jalarla hacia la puerta pero y fuerzas. Apenas pudo tomar aire y salvarse a sí mismo. Un par de hombres lo sacaron cargando y lo dejaron recostado junto la pared del News Divine. Adentro, Isis Tapia daba sus últimos respiros.
Sandra fue rescatada de la discoteca junto con Raymundo Cuando los policías la dejaron en la banqueta, la chica de 15 años de edad estaba inconsciente.
—¡Tú no estás muerta, despierta! —le gritaban unos desconocidos mientras le sobaban el cuerpo con alcohol y le acercaban aire con sus playeras.
Cuando Raymundo recobró un poco de energía regresó a la entrada del News para buscar a su hermano Daniel. Asomó la mirada y lo vio salir en brazos de dos personas. Parecía un Cristo moribundo. Flácido. Con los ojos cerrados y la cabeza ladeada. Lo depositaron en el suelo. Presionaron su pecho. Soplaron por su boca. Daniel ya no respiraba.
¡No! gritó Raymundo y corrió desahuciado entre los cuerpos tirados sobre la avenida. Se derrumbó frente al tercer camión donde, según el plan original del operativo, los jóvenes serían trasladados a las oficinas policiales.
El umbral del News Divine era una pila de jóvenes desmayados y cuerpos atorados que dificultaba la evacuación. Catterin logró llegar a la entrada, pero alguien desde el piso le jaló la pierna en un intento por huir y Catterin cayó. La mitad de su cuerpo quedó afuera de la discoteca, la otra mitad quedó atorada entre piernas, miembros y cadáveres. A gritos pidió que la jalaran para salir, pero los uniformados no atendieron una y otra vez, hasta que sujetó la bota de uno de ellos y jaló su cuerpo hacia la calle.
Faltaba su hermano, Christian. Apenas se recuperó, corrió a buscarlo y lo encontró tirado en la banqueta. Pegó su oreja al corazón. Estaba moribundo. Ayudada por amigos lo cargó y pidió apoyo a unos policías para llevarlo al hospital a bordo de una patrulla. Ellos respondieron con una risa burlona.
—Véalo, está casi muerto —insistió un amigo de Catterin y lo señaló—. Su rostro lacerado tenía un rictus de angustia y abandono. La burla de los uniformados volvió a retumbarles en los oídos.
A unos pasos de Catterin, Juan Moreno deambulaba en la avenida entre cuerpos con el rostro cubierto por sus propias ropas. Inquieto porque su primo Rafa no contestaba el celular comenzó a destapar uno a uno.
Bajo una sábana descubrió la cara de su primo. Tenía un color morado y un golpe en la frente. Aún respiraba. Juan lo cargó y sin que las autoridades lo impidieran lo llevó en su automóvil al Hospital General La Villa. Ahí, un médico le dijo que ya estaba muerto.
Marisol logró salir gracias a un empleado de la discoteca que la sacó por la diminuta puerta de paquetería. Parecía una muñeca de trapo con la piel magullada. Su ropa estaba hecha jirones y había perdido las zapatillas. En el primer instante de conciencia recordó a su hermana Erika, a quien no pudo proteger de la marejada. Buscó entre el caos de patrullas, ambulancias, policías y paramédicos que corrían aturdidos de un lado a otro, mientras la vida de los jóvenes se esfumaba en suspiros.
Marisol encontró a su hermana menor agonizando en los brazos de dos muchachos que la recostaron en el suelo, frente a la discoteca. Alrededor de ella sólo había cuerpos. Cuerpos tirados, inertes, desmayados.
Se acerco, se hincó a su lado y le tomó las manos. Aún estaban tibias y su abdomen apenas palpitaba. Volteó a su alrededor para pedir auxilio, pero cada quien atendía su propia tragedia. La calle estaba tapizada de adolescentes desvanecidos y amigos que intentaban despertarlos.
Sin soltar a su hermana, Marisol suplicó auxilio a un médico. Pero él eligió revisar a un policía que sacaban inconsciente de la discoteca.
¿Qué quieres que haga si ya está muerta? —le dijo el socorrista, con estetoscopio al cuello.
—¡Ayúdeme, sí respira, sí respira! —suplicó Marisol en vano. Ni un oficial, paramédico o funcionario la ayudó.
A su lado, la niña se fue poniendo fría y dejó de respirar.
Sólo se acercó una policía para cubrir a Érika con una camisa roja, que Marisol aventó tan lejos como pudo. Dejarla sobre el rostro de su hermana era la confirmación de que había muerto en sus brazos.
Parece un campo de guerra —pensó Uriel, el camarógrafo, cercado por los cuerpos en la calle.
Uriel Blancas, un civil que trabajaba para la Policía, había permanecido en el interior del antro y registró el desalojo desde la parte superior de las escaleras. Con su cámara grabó el nudo de gente que se formó debajo de él, pero no supo en qué momento los gritos de fiesta se volvieron alaridos de angustia, o cómo fue que el rostro congestionado de Remedio Marín, una oficial de policía de la misma edad que los muchachos, se perdió entre la multitud, donde murió, apenas un día después de haber regresado a la corporación. Acababa de dar a luz a una niña.
Cuando la entrada se desahogó, Uriel salió a la calle. Vio a un joven tirado, sin zapatos, con la mirada perdida; a una niña untando alcohol en la cara de su amiga para revivirla; a una chica de falda y blusa negra que permaneció abandonada a media calle hasta que un hombre se acercó y se dio cuenta de que aún respiraba.
Vio también a un muchacho que se reprimía las ganas de llorar y gritaba a su amiga: Adriana, no te duermas; no te duermas, Adriana; Adriana, despiértate. Y a un paramédico que exclamaba «¡no me suban ni una, abajo, abajo!», cuando dos policías intentaban acomodar en la ambulancia a una niña que se escurría entre sus brazos.
Vio a jóvenes cargando a sus amigos moribundos, cacheteándolos para que reaccionaran o acercándoles pedazos de cebolla que llevaron los vecinos; vio a un par de chicos pedir ayuda a un paramédico para atender a su prima que se convulsionaba en el suelo y escuchó a éste decirles «no porque está drogada».
Vio amigos y hermanos acercar aire a los cuerpos con la playera, la gorra o sus manos. Vio a policías intentando socorrer cuerpos flácidos, demasiado tarde.
Vio muertos. Y Uriel Blancas, un hombre fornido y curtido en el trabajo policial, estaba familiarizado con los muertos. Pero a diferencia de los otros, deshechos en accidentes o baleados, éstos nos tenían sangre. A diferencia de los otros, a éstos los vio morir. No soportó los gritos de los jóvenes que suplicaban «¡despierta, despierta por favor, despierta!». Apagó la cámara y se dirigió a la esquina. Lejos de todos, comenzó a llorar.
Ya sosegado regresó con su cámara prendida para registrar el saldo del operativo. Con los últimos minutos que le quedaban de batería grabó un par de zapatillas doradas con moño, pisoteadas en medio de las escaleras del News Divine. También captó la última imagen de Leonardo, un joven de 24 años de edad que trabajaba en la discoteca. Su cuerpo estaba tirado en el suelo de la paquetería, sepultado entre mochilas.
Aquel viernes 20 de junio, en el momento más trágico del operativo, Guillermo Zayas no estuvo presente. Mientras más de treinta uniformados obstruían la salida del local, el jefe a cargo hacía funciones de agente de tránsito en la avenida Eduardo Molina para que llegaran los camiones y continuara el de los jóvenes.
Hasta ese momento el operativo parecía seguir el plan trazado. Los policías habían llegado a las 18.10 horas y 10 minutos después salía de la discoteca el primer camión de la SSP con 70 jóvenes, apilados unos sobre otros y custodiados por oficiales armados. Entonces Zayas ordenó a Marco Antonio Cortes, uno de sus tres escoltas, que convocara a los medios de comunicación. A Zayas le gustaban los medios. Una noche antes del operativo operativo dio pistas a unos cuantos periodistas de la fuente policial, a quienes sin más detalle les adelantó: prepárense, que mañana habrá fiesta.
Zayas, el hombre que apenas un año antes ocupaba la Fiscalía de Homicidios, una de las más importantes de la Procuraduría. a través de la cual aspiraba convertirse en subprocurador, el que detuvo a temidos sicarios del barrio bravo de Tepito, como Beto Pelotas o Hugo Bocinas, y que persiguió a la Mataviejitas, despejaba el tránsito mientras los policías a su cargo mantenían encerrados a más de quinientos jóvenes que se asfixiaban dentro de la discoteca.
Lo suyo no era dirigir operativos, sino investigar delitos. Como fiscal de homicidios era famoso porque apenas se reportaba un crimen, él ya estaba en la escena siguiendo pistas. En 2007, el entonces procurador de la Ciudad de México, Rodolfo Félix, lo removió del cargo alegando falta de resultados y acusaciones de tortura. Joel Ortega, secretario de Seguridad Pública, lo acogió bajo su mando y nueve meses después lo nombró jefe de la Unipol en la Delegación Gustavo A. Madero. El operativo en el News Divine era uno de los primeros que realizaba.
Sin ser un policía se hizo jefe de policías. Él mismo renegaba de ser recordado así.
—Policía no, abogado —aclaró una mañana de diciembre 2009 días después de que la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal hiciera pública la decisión de exonerar de las 12 muertes a todos los altos mandos, excepto a él.
Zayas aparentaba tranquilidad. Estaba sentado en la oficina de sus abogados, con traje oscuro, impecable. Llevaba el cabello y la barba recién cortados. Como cada lunes, venía de firmar en el Reclusorio Oriente su libertad condicional. Era el único alto mando acusado de las muertes, junto con 18 policías que obstruyeron la salida.
Zayas cuidaba sus dichos. Sabía que su lengua lo metía en problemas.
—Cuando daba entrevistas me enojaba mucho y resultaba peor para mi proceso.
Para entonces, consultaba previamente cualquier declaración con sus abogados. Quizá por eso no quería opinar sobre la decisión de la Procuraduría, a quien en su momento acusó de alterar pruebas. Decía que sólo se defendería ante la justicia, que ahí se comprobaría que no se mandaba solo, que no fue él quien ordenó el operativo ni el traslado de los jóvenes, menos obstaculizar la salida, que documentaría la corrupción de menores y la venta de droga en el News Divine. Insistía: sólo se defendería ante la justicia, la misma que lo dejó en libertad al ganar el amparo contra la acusación de homicidio doloso, luego de pasar dos meses en prisión.
—¿Quién le puede creer que a usted se le fue el operativo de las manos? —se le preguntaba.
—A mí no se me fue de las manos. Es un problema de masas en un lugar cerrado —decía brusco, de pie, a punto de dar por concluida la entrevista. Apenas habían transcurrido cinco minutos desde que comenzó a hablar.
Le irritaba que se le considerase un «todopoderoso» capaz de ordenar al delegado, policías y Ministerios Públicos; que se le cuestionara sobre el alcance de su responsabilidad como funcionario público, de su obligación de proteger la vida de los jóvenes y oficiales; que se le pidiera opinión sobre la recomendación de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) que lo señaló como uno de los principales responsables del operativo.
—La Comisión se manifestó porque se violaron las garantías de los jóvenes. ¿Cuándo se manifestó porque violaron mis garantías? —reclamaba indignado.
Sus dedos presurosos abotonaban una y otra vez el traje, como si quisiera cubrirse, protegerse. Luego de la detención sufrió un coma diabético y, según dice, amenazas de muerte al interior de reclusorio, donde purgaban sentencia los hombres quienes el encarceló cuando era fiscal de homicidios.
El día del operativo, cuando regresó al News Divine luego de regular el trafico en la avenida, Zayas vio a los policías frente a la entrada de la discoteca y a jóvenes tratando de huir por la pequeña puerta lateral, de apenas un metro de ancho. No ordenó el repliegue. Decidió buscar una salida de emergencia. Al encontrarla cerrada, intentó derrumbarla a patadas. Pero la puerta abría hacia afuera. Nunca lo iba a lograr. Corrió hacia los policías y pidió una barreta para forzarla, no tenían. Tampoco los paramédicos. Fue a un local de lubricantes donde se la prestaron. En su primera declaración, el 21 de junio, dijo que él abrió la puerta con la barreta. Cinco días después rectificó y sostuvo que cuando llegó con el hierro la salida de emergencia ya estaba liberada. Ahora insiste en que fue gracias a él. En los peritajes realizados se determinó que la puerta no tenía señas de haber sido forzada.
Zayas asumió que no pudo hacer nada para evitar la tragedia.
—Es un problema de masas, ¿sí?, que ni yo ni nadie podría haber controlado —repetía una y otra vez cada que hablaba de esas muertes que tajaron su carrera profesional.
Fuera de prisión y del servicio público, Zayas daba cursos de criminología en el sur del país, y corno abogado atendía algunos casos particulares. Estuvo inhabilitado por la SSP, pero finalmente la contraloría interna lo exculpó. Según la oficina de la Policía, Zayas no cometió irregularidades administrativas en el operativo del News Divine porque no hay un manual que ordene cómo hacerlos. Manual que, por cierto, debió publicar la propia secretaría.
El desprestigio público de su persona no le importaba, decía, pero sí que sus dos hijos adolescentes, casi de la misma edad que tenían los muertos del News Divine, fueran acosados en la escuela por sus compañeros con burlas del tipo «hijos del asesino». Zayas se mira como víctima del sistema policial y de justicia que él mismo reprodujo.
—¿Hay algo que lamente?
—El momento que estuvieron ellos adentro sin aire fue una angustia indescriptible y el haberles provocado esa muerte o haber creado circunstancias, pues es algo, yo creo, para cualquier gente, muy lamentable —dijo y se levantó de la silla.
—¿Está arrepentido? —la pregunta lo alcanzó en el umbral de la oficina.
—De lo único que me arrepiento es de haber estado ahí —respondió— ese fatídico 20 de junio en el News Divine.
Una mañana, Leticia Morales sintió necesidad de tener las certezas que no encontraba por ningún lado. Acudió a la familia de Alfredo Maya, dueño del News Divine, en busca de su autorización para visitarlo en el Reclusorio Oriente.
Alfredo Maya tenía seis años al mando de el News que antes se había llamado La Roca y Bingo’s, pero indistintamente siempre mantuvo popularidad entre los jóvenes por barato. La energía y jovialidad que Maya mostraba durante las tardeadas se había apagado en la prisión. Se sentía «un muerto» pagando las culpas de otros que por su poder político gozaban de la libertad. Al ver a la señora Leticia frente a él, Maya lloró.
—No esperaba verla aquí, señora. No esperaba que viniera verme, muchas gracias por venir —le dijo.
—Quiero saber qué pasó, quiero que me digas la verdad, ¿por qué mataron a los muchachos? Mi hijo tenía golpes cabeza, quiero que me digas qué les hicieron...
—Yo no los maté Señora, estoy pagando los errores de otros, yo no provoqué el operativo de esa manera, yo hubiera hecho todo, no hubiera permitido la muerte de los muchachos
—Nosotros sabemos que hay muchas personas que debieron ser castigadas, no nada más tú.
Alfredo Maya le relató que él fue sacado del News Divine en ambulancia y durante al menos seis horas fue «paseado» por las autoridades, hasta la media noche, cuando lo presentaron ante las autoridades judiciales. Le explicó que el bar solía estar lleno ese viernes, incluso más, y nunca habían ocurrido percances. Le aseguró que no vendían bebidas a menores de edad, que a los jóvenes que entraban con solventes, se los quitaban en la entrada. Le prometió que cuando saliera de prisión iría al News Divine, reuniría a los jóvenes, vecinos y padres de familia y contaría su verdad. La versión de Alfredo Maya puede contar la narrativa de cómo operó esa red de corrupción que terminó en la muerte de 12 personas.
—Señora Leticia, le pido perdón, perdón por no haber podido salvar a los muchachos, yo los conocía, cada viernes la pasábamos bien, perdón por no evitar lo que les hicieron —le dijo Maya y Leticia le creyó.
En medio de tantos engaños y burlas, Leticia se sentía cercana a ese hombre, el único castigado por la justicia.
El proceso
Según la versión de la Secretaría de Seguridad Pública el operativo se hizo en atención a quejas vecinales y denuncias de corrupción de menores, es decir, por incitar a adolescentes al consumo de alcohol y narcóticos, delito castigado con hasta 12 años de prisión en la Ciudad de México. Según esas quejas, cada viernes decenas de adolescentes alcoholizados salían de la discoteca News Divine y protagonizaban peleas callejeras.
Pero la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) dudó del argumento. Sabía, por experiencia, que los jóvenes de la zona eran detenidos sólo por caminar de forma sospechosa. Había desmenuzado el caso a través de entrevistas a víctimas, diligencias en hospitales y Ministerios Públicos, indagando en expedientes y archivos de la delegación.
Varias pruebas no cuadraban con la versión oficial. Las dos últimas quejas vecinales ocurrieron el 14 de diciembre de 2007 y el 20 de mayo de 2008. Además, si las fiestas sucedían cada viernes, «¿de dónde la urgencia que costó incluso su planeación?», cuestionó la Comisión en su informe especial, publicado en julio de 2008.
Para la Comisión, detener a los menores de edad como «prueba» del delito, marcarlos con un número en sus manos, fotografiarlos y desnudarlos, era violatorio de sus derechos. En todo caso, los menores debieron ser llamados a declarar posteriormente acompañados de sus padres.
Once días antes del operativo, el 9 de junio, el secretario Joel Ortega presidió la reunión semanal de seguridad pública de la delegación GAM. En ella se pidió «meter segunda» y «subirle todo el volumen» a los operativos de la Unipol, según la bitácora de la junta. La rendición de cuentas al Jefe de Gobierno ya estaba agendada y había que dar resultados.
Legitimar a la Unipol, creada un mes antes, daría prestigio a los funcionarios a cargo. En este caso a Joel Ortega, responsable de dos de las cuatro delegaciones donde actuaba el organismo. Las otras dos eran jurisdicción del procurador Rodolfo Félix. La GAM, que fue gobernada por Ortega, además de ser una delegación con altos índices delictivos, era la segunda más poblada de la ciudad, la segunda con más votantes. El mismo Zayas deslizó la posibilidad de que la «imagen» era una de las razones del operativo.
Otro de los motivos pudo ser la extorsión, como ocurrió ocho meses antes en la discoteca Bandasha, ubicada en la prestigiada zona de Bosques de las Lomas.
Luego de que los jóvenes fueron detenidos en el News Divine y trasladados en camiones de la Policía y del servicio público, se les pidió dinero para ser liberados. Por Anahí, un oficial del Sector Pradera pidió 15 mil pesos a sus padres.
La Asamblea Legislativa del Distrito Federal nombró una comisión para investigar el caso y determinó que la extorsión y promoción de la imagen de Joel Ortega fueron las verdaderas razones del operativo.
La noche de la tragedia, mientras los padres buscaban a sus hijos en hospitales, morgues y comisarías, la Policía, la Procuraduría y la Delegación preparaban cada una su versión de los hechos. Una que les quitara responsabilidad de las muertes.
La SSP a cargo de Joel Ortega filtró a los medios de comunicación el video que tomó el camarógrafo Uriel Blancas desde el interior de la discoteca, pero editado. Así la historia contada era que Alfredo Maya, propietario del lugar, provocó la estampida cuando anunció el desalojo por el micrófono. Con este video culpaba indirectamente a la delegación por permitir que el antro operara sin las condiciones mínimas de seguridad: la puerta de emergencia cerrada con candado y bloqueada con la cerveza eran las más evidentes.
La Delegación contraatacó. El delgado Francisco Chíguil difundió las fotografías de los oficiales haciendo un tapón en la entrada principal de la discoteca. Así cambió la versión de la historia. Con ese argumento, el procurador Rodolfo Félix acusó a Guillermo Zayas de la muerte de los 12 jóvenes y policías.
«Los mató con dolo», sentenció ante legisladores locales.
El domingo 22 de junio, dos días después del fatídico operativo, el secretario Joel Ortega citó a los jefes de sector en su oficina. La tragedia estalló en los medios de comunicación y círculos políticos. Necesitaba protegerse.
—Deben manejar siempre que hubo un manual de operaciones. Nos va a servir de mucho para la defensa jurídica — ordenó Ortega a los oficiales.
—Pero no recibimos ningún manual —respondió José Jiménez López, conocido como Cuchilla en el argot policial. Ortega lo miró de reojo y se refirió al resto de los oficiales. —Deben decir que Guillermo Zayas se los dio —espeté— ustedes lo recibieron días antes del operativo y lo estudiaron. Así no habrá ningún problema.
Enseguida, se dirigió al subsecretario Luis Rosales Gamboa, quien debía redactar el manual de inmediato.
—Las cosas están muy mal y con esto nos vamos a proteger todos. —Ortega insistió y les hizo firmar un documento con fecha anterior, sin dejarles conocer el contenido.
Antes de que se retiraran, Ortega los mandó a declarar ante asuntos internos de la Policía. Ahí debían decir que Guillermo Zayas no les dio órdenes precisas de cómo implementar el manual
—Con esto se van a deslindar de toda responsabilidad penal de los hechos que sucedieron. Tuve conocimiento del operativo y estoy consciente que no hubo planeación —les dijo.
Entretanto, la Procuraduría integraba la averiguación previa en medio de irregularidades. La Comisión de Derechos Humanos detectó a dos Ministerios Públicos que iniciaron la investigación y participaron en el operativo. Encontró declaraciones idénticas hasta en las faltas de ortografía. Se presentaron denuncias de falsedad en la orden del operativo y en el video de la SSP. Ocho policías fueron retenidos 39 horas esposados a las sillas. Las víctimas denunciaron que su declaración fue modificada.
El 2 de julio, 15 días después de las muertes, el juez Rafael Guerra, del Juzgado 19 Penal del Distrito Federal, dictó el auto de formal prisión contra Zayas por homicidio doloso de 12 personas. Lo acusaba por dolo eventual, es decir, que aunque su intención no fue matarlos tuvo conciencia de que el operativo podría tener consecuencias y aún así lo realizó.
Zayas era acusado bajo el mismo cargo que cuatro años atrás había recibido Marcelo Ebrard, entonces secretario de Seguridad Pública, por no actuar para evitar el linchamiento de dos policías federales en San Juan Ixtayopan, Tláhuac. En ese entonces Rodolfo Félix, como abogado particular, defendió y salvó a Ebrad de la cárcel. Ahora, como procurador, Félix pedía prisión para Zayas por las mismas razones.
Una semana después de la detención de Zayas, el 8 de julio, Joel Ortega y Rodolfo Félix renunciaron a los cargos de secretario de Seguridad Pública y procurador de Justicia, obligados por la recomendación de la Comisión de Derechos Humanos que los señalaba como responsables del operativo. Sin embargo, no enfrentaban ningún proceso penal.
La Procuraduría consideró que no había pruebas suficientes para inculparlos. Ortega sólo declaró como testigo en la investigación que se inició de oficio. Ante el Ministerio Público negó tener conocimiento previo del operativo y explicó que los directores regionales de la Unipol, como Zayas, podían hacerlos sin avisar. Ortega, que había cobijado a Zayas meses atrás cuando fue removido como fiscal de homicidios, terminaba por traicionarlo. El ex secretario nunca volvió a presentarse ante el juez, aunque fue citado tres veces más como testigo.
Mientras tanto, la defensa de Zayas preparaba su liberación. Retomaron el argumento que Félix, como abogado, utilizó en su momento para librar a Ebrard de la cárcel por el lincha miento en Tláhuac: no actuó con dolo. Además el Tribunal Federal encontró un «error técnico» del juez que abrió las puertas de la prisión a Zayas. Según el Magistrado a cargo del amparo, Guerra mezcló motivos dolosos y culposos para acusar a Zayas, cuando la legislación mexicana establece que cualquier delito se comete por culpa o dolo, nunca por ambos. Un descuido tan evidente que un estudiante de Derecho difícilmente cometería, pero en el que incurrió un juez con doctorado, 14 años de experiencia en Juzgados y postulado por Marcelo Ebrard para ser Magistrado. Con este argumento Zayas obtuvo el amparo. Ahora sería juzgado por homicidio culposo y podría enfrentar el proceso en libertad.
—Estaba calculado para que nadie se quedara en la cárcel —asegura Martín Rocha, padre de Érika y Marisol
Martín no puede olvidar la imagen de su hija muerta sobre la camilla. Sobre su pecho inerte había dos pisadas, él cree que eran las botas de un policía.
Leticia madre de Rafa, también piensa que hubo una estrategia jurídica para que ningun responsable quedara en prisión.
La noche del 29 de agosto Leticia vio libre a Guillermo
Zayas. La excarcelación fue transmitida en vivo por las televisoras. Lo vio portando el uniforme de interno y chaleco antibalas.
Lo vio abrazar a su esposa e hijos, luego de dos meses de reclusión. Lo vio subir a su camioneta sin hablar con la prensa. Lo vio alejarse y, detrás suyo, un dispositivo de seguridad. Leticia apagó la tele. Miró el retrato de Rafa colgado en la pared de la sala. Fue a su recámara y tragó pastillas para dormir. Quería dormir para siempre. Desaparecer el dolor. Terminar con la culpa y deuda que sentía con su hijo, porque uno de los hombres que lo mató estaba en libertad.
Los padres de los jóvenes muertos conformaron una familia. Cada domingo acuden juntos a limpiar las tumbas y adornarlas con flores. Cada día 20 de mes organizan una ceremonia en honor a sus hijos, cada aniversario ofician una misa frente al News Divine. Se acompañan a las diligencias jurídicas, a las citas con el doctor, a las terapias, se abrazan durante las tardes de silencio en casa.
Con la liberación de Guillermo Zayas como antecedente decidieron además emprender su propia batalla jurídica. Denunciaron a los altos mandos porque no habían sido investigados por la Procuraduría del Distrito Federal. Para ellos Joel Ortega, Rodolfo Félix, Francisco Chíguil y Luis Rosales Gamboa eran también responsables de las muertes. Sin embargo, el 10 de diciembre de 2009, el entonces procurador del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera, quien llegó al cargo por la renuncia de Rodolfo Félix, resolvió sobre la denuncia de los padres y decidió no investigar a ningún funcionario de alto nivel porque no encontró pruebas de su participación en los hechos.
No sería juzgado Marcelo Ebrard, quien como jefe de gobierno autorizó el funcionamiento de la Unipol sin estructura, sin mecanismos ni protocolos.
No sería juzgado el ex secretario de Segundad Publica, Joel Ortega, quien negó al Ministerio Público conocer del operativo, pero en una reunión con policías aceptó que supo de mala planeación, y quien filtró un video editado para distorsionar la historia; quien sabiendo de la evacuación improvisada de los jóvenes, no lo impidió.
No sería juzgado el ex procurador Rodolfo Félix, quien ante los ojos de los padres es el culpable de que no haya culpables.
Tampoco el ex subsecretario de Seguridad Pública, Luis Rosales Gamboa, quien aprobó el operativo y ordenó que los jóvenes detenidos fueran trasladados en camiones, según la bitácora de comunicación de radio de la SSP.
Con el tiempo, las muertes del News Divine se olvidaron en la memoria de los habitantes de la ciudad y en medio de la amnesia los funcionarios responsables siguieron su carrera política.
Tres años después del crimen, siendo procurador de la Ciudad de México, Miguel Angel Mancera lanzó su campaña para gobernarla y ganó. Fue electo Jefe de Gobierno sobre 12 muertes a las que no dio justicia.
Desde su cargo mantuvo la protección a Luis Rosales Gamboa, a quien designó encargado de la Secretaría de Seguridad Pública, y a Joel Ortega, quien fue su asesor de campaña y luego nombró director del Sistema de Transporte Metro, cargo que ocupó hasta julio de 2015. El juez Rafael Guerra fue nombrado magistrado, y Guillermo Zayas fue designado director de la Policía Municipal de Campeche.
El dictamen pericial sobre la muerte de Rafael señala que falleció por traumatismo craneoencefálico y cérvico-medular, golpes en la cabeza y fractura del cuello. El documento explica que pudo producirse cuando cayó al piso y fue aplastado por la estampida.
Pero Leticia está segura de que su hijo murió a golpes. El día del operativo Rafa no alcanzó a entrar en la discoteca. Cuando llegaron los oficiales él hacía fila en la calle, donde le esculcaron los bolsillos. Además, cuando su primo Juan lo encontró tirado sobre la avenida, vio su cara golpeada.
La Procuraduría pasó por alto los argumentos de Leticia y testimonios de amigos que vieron a Rafa en el exterior del antro y decidió no investigar a los oficiales. La Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal concluyó que el peritaje no fue suficiente para determinar la verdadera causa de muerte de Rafa. Para saberla era necesario exhumar el cuerpo. Leticia no aceptó. Está convencida de que la versión oficial será de nuevo en su contra y no se reconocerá que los jóvenes fueron golpeados durante el operativo.
Además de la impunidad, a Leticia le lastima la falta de solidaridad ciudadana que en foros electrónicos y noticieros televisión acusó a los jóvenes de pandilleros y culpó a los padres de las muertes por no vigilarlos.
La consumación de esa falta de solidaridad fue transmitida en cadena nacional. Televisa dedicó un capítulo del programa La rosa de Guadalupe a la tragedia del News Divine. En la televisión la discoteca se llamaba El Diván. Como en la vida real, permitía el ingreso a menores de edad sin credencial y salida de emergencia estaba obstruida con cajas de cerveza.
En la parodia fueron los jóvenes quienes provocaron la estampida y murieron los alejados de Dios, los que fumaban, os que bebían, los que se drogaban, los que robaban, los que bailaban sensualmente a cambio de una cerveza, los hijos de padres desobligados. Sólo se salvo la protagonista, una adolescente cuya madre la encomendó a la virgen de Guadalupe. En el programa, la madre sintió un soplo divino que le hizo sacar a su hija de la discoteca minutos antes de la tragedia. El resto, los padres de la vida real, sólo escucharon las sirenas que anunciaban la muerte de sus hijos.
En México, cuando un juez dictamina el delito de homicidio lo hace bajo dos razonamientos: es doloso porque existió y se comprobó la intención de cometerlo, o culposo porque no la hubo ni se comprobó. Pero no hay una responsabilidad diferenciada para servidores públicos que, con la ventaja del poder y la fuerza, atenían contra derechos de los ciudadanos, en este caso, la vida.
No es la primera vez que en México la responsabilidad penal de un funcionario queda en duda. Ocurrió en el linchamiento de dos policías federales en Tláhuac; en el incendio de la Guardería ABC del Instituto Mexicano del Seguro Social, donde murieron 49 niños y bebés; y en la desaparición y asesinato de 13 jóvenes del bar Heaven.
A siete años de la tragedia, Guillermo Zayas enfrenta procesos por homicidio y lesiones culposas. Sus abogados tienen varias estrategias para que sea exonerado. Una de ellas es la exclusión por tratarse de un «error invencible», apostar a las condiciones externas como causantes de las muertes. Para comprobarlo ordenaron peritajes sobre sicología de masas, estructura y condiciones físicas de la discoteca. Es decir, bajo su lógica, los culpables de las 12 muertes fueron las puertas, por no abrirse; las escaleras, por ser tan angostas; y los jóvenes, por tropezarse.
Los argumentos ya fueron utilizados por los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que dos meses antes del séptimo aniversario de las muertes ordenaron la libertad de 11 de los 18 policías sentenciados por el crimen. Los uniformados que hicieron el muro de contención para impedir la salida de los jóvenes, concluyeron los ministros, no eran culpables de las muertes, sino el cierre de la puerta, la presión para desalojar el lugar y la decisión de apagar el aire acondicionado.
Leticia Morales estaba presente en la sala de la Corte cuando se leyó la resolución. Esa mañana de abril, Leticia se quiso levantar de su asiento e interpelar a los hombres y mujeres de toga negra porque su última esperanza para obtener justicia se disolvía frente a ella. Las organizaciones y defensores de derechos humanos que la acompañaron le pidieron prudencia y ella aguantó en silencio, sentada en su lugar.
Días después, Leticia y otros padres se reunieron con el ministro Arturo Zaldívar, quien como ponente del caso de la Guardería ABC marcó un precedente en la responsabilidad que implica la investidura de un cargo público al señalar que ningún funcionario puede alegar lejanía, inocencia o no responsabilidad, por muy alto que se encuentre en la cadena de mando. Para el ministro, si un funcionario es responsable de la institución, es responsable de lo que pasa en ella, sobre todo cuando se violan los derechos humanos que la institución, se supone, protege. Por eso Leticia no podía entender la liberación de los policías y la forma en que los responsables iban esquivando la justicia.
Duele ver que alguien tan capacitado para dar justicia no haya visto que claramente mataron a los muchachos. Yo espero que pueda dormir bien, porque nosotros llevamos siete años sin dormir —le reclamó Leticia.
—Yo sólo hice mi trabajo, no tenía más jurisdicción le respondió el ministro.
A siete años del crimen, salvo el dueño del News Divine que cumple una condena de 24 años por corrupción de menores, todos los responsables están libres: los jefes que ordenaron el operativo, los oficiales que lo llevaron a cabo, los médicos legistas que fotografiaron y desnudaron a las adolescentes, los paramédicos que no auxiliaron a los jóvenes o cobraron por atenderlos, y los funcionarios que permitieron el funcionamiento del lugar.
En manos de los ministros de la Suprema Corte está la justicia para las víctimas del News Divine. El caso llegó al máximo tribunal luego de que los sentenciados o investigados se ampararon contra el proceso argumentando irregularidades, obediencia, órdenes superiores. En manos de los ministros queda la decisión de liberar a Alfredo Maya, propietario del antro, el único sentenciado con 24 años por corrupción de menores, y de amparar a Guillermo Zayas, quien coordinó el operativo, y a los siete policías restantes que formaban la valla. Los ministros analizarán si el operativo tuvo como finalidad proteger a los usuarios del bar o sólo se realizó para obtener pruebas en contra del dueño. No revisarán el fondo del caso.
En las canciones que solían escuchar los muchachos, en la habitación donde dormían o en la sala frente a sus retratos, cada familia intenta encontrar alivio.
Leonardo y Carmen, papás de Leo, adornaron con ángeles su casa. Ángeles de porcelana, de barro, de cerámica, de cristal; pequeños, grandes, como lámparas o candelabros. Ángeles para llenar su ausencia. Su hijo era empleado del News Divine y esa tarde, antes de irse a trabajar, dijo que sería su último día. Pensaba renunciar.
Carmen quisiera tener la certeza de que su hijo de 24 años de edad no sufrió antes de morir.
—Dígame que no sintió todas esas pisadas, para estar en paz —suplica—.
Vive llena de odio. Cuando ve a una mamá con su hijo, su cuerpo se tensa y tiembla como si fuera un gran puño. Hay madrugadas que despierta llorando, pidiéndole perdón a Leo porque no llegó a tiempo para salvarlo.
Leonardo, su esposo, suele pasar al lugar donde estaba el News Divine cuando vuelve de la jornada laboral. Desciende del metrobús y antes de ir a casa se detiene en la construcción de roca. «Ahí siento su espíritu, su presencia», dice. En silencio hace una oración y recorre el espacio tratando de imaginar los momentos en que su hijo disfrutó trabajar ahí. Ese instante no dura mucho, pues Leonardo escapa antes de que los gritos de auxilio y la asfixia le taladren la cabeza.
Martín y Angélica bautizaron a su nieta con el nombre de Erika, como su hija de 13 años de edad. Marisol, quien la tuvo en sus brazos antes de morir, sólo siente calma en los espacios abiertos. No le gusta estar en casa y le aterroriza subirse al metro y a los elevadores. Trae encajada la muerte de su hermana en cada uno de sus días.
Juan, el padre de Alejandro Piedras, acude a la pizzería adonde soba ir su hijo los viernes y pasa el tiempo en una mesa pensando que ahí está su niño de 14 años de edad. A Juan le gusta soñar que camina junto a él y le acaricia la cabeza..
Leticia va todos los domingos al cementerio y adorna la tumba de Rafa según la ocasión. Colocó rehiletes el Día de la Independencia y papel picado del Día de Muertos. La navidad de 2008 la corrieron del panteón porque está prohibido permanecer en él durante la noche. Lo único que deseaba era sentirlo cerca.

Miguel Ángel Mancera entró con ellos para inaugurar el memorial de la tragedia. Colocó una ofrenda de flores en el centro del patio y les pidió perdón. Siete años después de 12 muertes impunes.
Pero Leticia no le creyó. ¿Cómo creerle al hombre que desde su cargo de procurador de justicia decidió no investigar a sus compañeros políticos? ¿Cómo creerle a quien llegó a la Jefatura de Gobierno sobre 12 muertes? ¿A quien cobijó a los mandos a cargo del operativo para hacerlos sus aliados? ¿A quien condiciona el dinero del memorial a cambio de borrar su nombre de la lista de responsables por la injusticia?
Leticia ha vivido la muerte de su hijo más de una vez. Rafa murió cuando el gobierno mintió sobre su muerte; cuando Zayas dejó la prisión porque ganó un amparo; cuando los policías abandonaron la cárcel porque el día de la tragedia sólo cumplían órdenes; cuando los paramédicos quedaron libres bajo fianza porque desatender a los moribundos no es delito grave; cuando se dispensó al doctor que no socorrió a su hijo en el hospital; cuando la Procuraduría exoneró a los altos mandos de toda responsabilidad; cuando la sociedad justificó las muertes al criminalizar a los jóvenes y los padres.
Leticia ha pasado del dolor al coraje, de la tristeza a la impotencia. Se siente burlada.
—Yo no sé de leyes, pero hasta el más tonto se da cuenta de toda la astucia del gobierno para perpetuarse en la impunidad —dice Leticia una tarde en la sala de su casa.
Frente a ella hay un retrato de su hijo que ocupa casi la mitad de la pared. Es una foto borrosa y desenfocada, pero es la última que tiene de él. Se la tomaron sus amigos con el celular una semana antes de su muerte.
—Cuando mataron a mi hijo Rafael perdí el eje de mi vida. Me mutilaron para siempre. Siento mucho coraje, la justicia que todos buscábamos no llega. Yo deseo que a ellos les vaya mal, es lo único que puedo sentir ahora.
La muerte por asfixia de los jóvenes y policías en el News Divine es una dolorosa analogía de la angustia que vive el país, donde la justicia se ha desgastado para volver al «ojo por ojo» del que evolucionó. La asfixia de jóvenes y policías evidencian la enfermedad del Estado mexicano, en el que la justicia no es más que un medio, un instrumento al alcance de unos cuantos.
—La ley no es justa, no es para todos, no es para los pobres. Es para los poderosos.
Pero la resignación es un sentimiento que no puede permitirse.
La mañana en que los muertos fueron citados a declarar sobre su muerte, los padres se encontraron con Guillermo Zayas. Hablaba por teléfono en medio del largo pasillo que lleva al Juzgado 19 Penal.
¿Cómo puede cargar con 12 muertes y andar como si nada? —le gritó Leticia.
El hombre esquivó su mirada y se refugió en las oficinas del juzgado. Ni en este ni en otro momento les pidió perdón por la pérdida de sus hijos.
No puede mirarnos a los ojos porque sabe que usted los mató espetó el señor Leonardo.
De todos ellos, incluidos los exfuncionarios, el procurador, el juez, los ministerios públicos y los abogados, Leticia sólo había aprendido una cosa: lo más cercano que tenía a la justicia era la venganza. Por eso deseaba que por unos segundos los hijos de Zayas vivieran los golpes, la asfixia y el miedo que sufrió Rafa antes de morir.
La sensación de deseo de venganza nacía ahí, en la certeza de que nunca tendría ventaja alguna, como la tenían ellos.
Víctimas del News Divine
Érika Jannete Rocha Maruri, 13 años de edad
Alejandro Piedras Esquivias, 14 años de edad
Daniel Alan Ascorve Domínguez, 15 años de edad
Isis Gabriela Tapia Barragán, 16 años de edad
Mario Quiroz Rodríguez, 18 años de edad
Rafael Morales Bravo, 18 años de edad
Mario Alberto Ramos Muñoz, 22 años de edad
Leonardo Amador Rivas, 24 años de edad
Heredy Pérez Sánchez, 29 años de edad
Policía preventivo Remedios Marín Ruiz, 20 años de edad
Policía judicial Pablo Galván Gutiérrez, 55 años de edad
Policía preventivo Pedro López García, 65 años de edad
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