Martha Beatriz Bátiz Zuk. Y como postre: la inspiración
De nuevo por aquí, querídos cibernautas, está vez trayéndoles un cuento de la mexicana Martha Beatriz Bátiz Zuk que con su pluma nos lleva hacía las emociones radicales y despiadadas.
¿Qué serías capaz de hacer para lograr lo que quieres?
Dulce
Valeria
La última
vez que la vi vestía un suéter azul de cuello alto y un saco negro. El cabello
castaño le caía sobre los hombros y los labios gruesos, pintados de color vino,
resaltaban como cerezas incrustadas en su rostro. No tenía las mejillas
sonrosadas ni los ojos luminosos, sólo los labios brillantes en medio de esa
palidez adornada con pestañas negras como de muñeca. Valeria tenía la cara de
figura de trapo. Ojos enormes, piel blanca, melena rizada. Era la hija de un
padre muerto al que soñé sólo una noche dándome la bendición; el fruto de una
mujer que no pudo resistir un respiro más de vida y murió de asma. Sola, llegó
a mí apenas a los veinte años, plena de ideas, con tantos dolores viejos
ocultos bajo los párpados gruesos que al principio me dio miedo sostenerle la
mirada.
No
sé exactamente cuándo se me ocurrió. Sé que comimos juntas muchas tardes, que
nos tomamos de la mano cientos de veces, que yo también estaba sola. Sus dedos
largos me ofrecieron una pluma por vez primera. Aquellas manos en las que cada
vena se adivinaba con certeza de mapamundi me narraron historias que nunca
antes había creído posibles. Y yo quise hacer las – hacerlas ̶ mías. Inventar
nuevas caras y palabras también; adoptar el sonido de sus dedos al teclear en
la vieja máquina de escribir. Pero no podía. Cada párrafo suyo cantaba mi
inutilidad, mi ineptitud, porque los personajes de su vida bailaban mientras
los míos arrastraban los pies sobre el papel en blanco y morían arrugados en
las hojas hechas marañas en el suelo.
Su
voz aguda quemaba como el sol. La tarde en que sentí que estaba a punto de
amputarme los oídos y que mis dedos no darían para más, llegué a la decisión
final.
La
noche perfecta llegó pronto. En medio de un casi interminable brindis
festejando su primer libro la hice dormir. Di gracias a Dios por la química y
la medicina; gracias por mi botiquín siempre bien surtido por el
siquiatra que creía en las curas para la depresión en forma de pastillas;
gracias por el manuscrito acurrucado sobre el escritorio; gracias porque
Valeria cayó rendida y así ya no fue difícil interrumpirle el aire.
Lamí
su nariz para saborear su respiración, su boca para probar su aliento. Dormida,
la suavidad de sus dientes y de su lengua la hacían una completa muñeca de
terciopelo vestida de azul y negro. Ya desnuda, la exploré largamente antes de
romper su piel. El primer pedazo supo extrañamente dulce. Suave. Las piernas y
los brazos aguardaron mi hambre con paciencia en el refrigerador. Con su
cabello rellené un cojín pequeño que cosí con esmero y guardé en mi bolsa a
manera de amuleto. Tela roja para guardar los mechones largos. Largos los dedos
que dejé para el final. Aquellas manos que habían dibujado en palabras
perfectas los mundos que yo no era capaz de imaginar estaban ahora entre mis
dientes. Los huesos, más tarde, todos, en la tierra.
Por
fin Valeria era mía y yo era de ella. Ella, sus nervios, sus ideas. Saber que
sus miedos y sus ayeres descansaban en mi estómago y no la mortificarían más me
hizo sentir feliz, porque la felicidad – entonces lo supe ̶ es
arrebatarle a mordidas el dolor a los demás y hacerlo dormir y añejarse en el
vientre sin decir nada. Valeria y sus personajes entraron en mí y conocí el
sabor de su sexo y de su saliva y de su sudor; los devoré al calor del carbón
durante días. Después, sólo la pluma compartió mi secreto. Aquello que
únicamente sus ojos – que a propósito tan despacio degusté – habían visto se
coló entre mis palabras y cuando guardé su mundo en las primeras líneas tras la
larga digestión, supe que todo había valido la pena.
La
última vez que la vi vestía este suéter azul de cuello alto y este saco negro y
sonrió al mirarme antes de dormirse. La última vez que la mordí no era más que
una figura blanda y amorfa entre mis manos y sus ideas, el principio de muchos
libros con mi nombre en la portada.
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