Roberto Piumin. Calamidad con sabor a letra



Cibernautas, hoy viajaremos hasta la galaxia de  Roberto Piumini, escritor italiano que se especializa no sólo en cuento sino, también, poesía, novela y dramaturgia. La mayoría de sus obras van dirigidas al público juvenil pero también escribe novelas para adultos.
En esta ocasión les compartiremos un cuento de su autoría. Esperamos que sea de su agrado. 

¡Atención, lector!

Atención, lector.
            Yo no soy un cuento como los demás. Harías muy bien en no continuar la lectura. Yo soy peligroso. Más que peligroso, soy dañino.
            ¿Sigues leyendo?
            No seas curioso, amigo. No, por lo menos por esta vez.
            Yo no soy un relato: soy una maldición. El por qué lo soy es algo que nadie puede saber y que a ti no debe importarte. Quizá me ha escrito el diablo.
            Así que te aviso: no me sigas leyendo, no sigas leyendo. Leerme trae desgracia.
            ¿Por qué sigues leyendo? Reflexiona: si tú hubieras empezado a andar por un camino,  y alguien desde lejos, te gritara: ‹‹¡Párate, vuelve atrás! ¡Éste es un camino terrible, peligroso, mortal! ¡Si sigues adelante encontrarás abismos, animales feroces, asesinos!››. Si alguien te gritara estas palabras, ¿seguirías adelante? No lo creo: te pararías y volverías atrás.
            Entonces, ¿por qué sigues la lectura? Te he dicho que este relato es una maldición, una desgracia. Detente aquí, no leas una sola línea más. Lee otro relato: hay muchos en el mundo, incluso en este mismo libro.
            Y a pesar de lo que te digo, tú sigues leyendo.
            Quizá no me crees. Quieres saber por qué estoy maldito. El hecho es, amigo imprudente, que todas las cosas escritas en este relato, mientras los lees, ocurren. No, no sólo en el ‹‹relato›› o en tu ‹‹imaginación››, ocurren de verdad, en la realidad, en el mundo.
            Como te he dicho, soy un terrible agorero.
            Entonces, déjame, amigo. Lee cualquier otra cosa.
¿Aún me lees? ¿No te bastan mis advertencias?
            Te sientes seguro. Tú piensas: ‹‹¡Tonterías! ¿Qué quieres que pase si leo? ¿Quién me ve? ¿Quién lo sabe?››
            Bueno, eres tú quien lo ha querido. Será un ejemplo duro. Recuerda: lo que leerás aquí, pasará justo en el momento en que lo leas. Pasará porque tú lo estás leyendo. Si no quieres que pase, no leas. Párate aquí, en esta misma línea.
            No te has parado. Al menos, hazlo cuando empieces a leer algo malo, algo feo. Si tú te detienes, también la cosa se detendrá. Si paras de leer, antes de que sucedan, las cosas no pasarán.
            Yo no podré pararme ni advertirte nuevamente: un cuento cuando empieza debe proseguir hasta el final. Pero tú puedes pararte cuando quieras. Tú eres libre de no leer más. Párate, antes de que sucedan cosas terribles.
            Bueno: pues Milovic apretó fuertemente la metralleta y dobló más las piernas contra el húmedo tronco del árbol. Notó el frío de la nieve compacta sobre la tela mojada de sus pantalones. El frío en sus rodillas le producía casi dolor. ‹‹Mono impermeable››, había dicho los de equipamiento. ¡Imbéciles! Ellos estaban lejos, en la retaguardia, distribuyendo armas y municiones y descargando las camionetas. No tenían que estar encogidos, quietos, bajo aquel frío lacerante, a veces durante horas, en posiciones incómodas, sin poder ni tan siquiera levantar la cabeza. Los malditos bosnios disparaban mal, es verdad: pero una bala, aunque esté mal disparada, si te da te mata.
            Pero, ahora, los de la casa ya no disparaban. Al menos hacia veinte minutos que no se oía nada. ¿O quizá hacía ya media hora? Se oían disparos que venían de lejos, de allá abajo en los bosques de Ravezjie, cerca del puente de la carretera. Disparos amortiguados, como notas de un canto de hielo, repetidos, suaves, sostenidos en el aire blanquecino. Casi agradables al oído. Te provocaban sueño…
Milovic sacudió la cabeza, furioso. Sólo faltaría dormirse ahora. Antes era necesario desalojar a aquel par de ratas bosnias. No se rendían. Mejor así: es más guerra, cuando los otros no se rinden. Las cosas son más claras, más decisivas.
            Levantó medio centímetro la cabeza, después otro medio centímetro. Miró. La casa, con sus muros sucios y las huellas de tiros alrededor de la ventana, estaba inmóvil en el frío: parecía pintada. Demasiado silenciosa.
            Heridos, no podían estar heridos. Quizá se habían marchado… Pero al otro lado estaba Van, cubriendo la retirada: se habrían oído disparos. No. Aún estaban allí dentro aquellos dos. O aquel uno.
            Quizá era uno disparando aquí y allá para fingir que no estaba solo: y así desperdiciaba balas, el idiota.
            Casi oprimido por el silencio total de la casa, Milovic levantó un poco más la cabeza. Tal vez había acabado las municiones aquel  cerdo musulmán.
            Decidió avanzar un poco. Levantó la metralleta y lanzó una ráfaga de tiros, sin fijar la mira, simplemente para asustar. Después corrió un poco, agachado, hasta llegar al tronco de un gran abedul, a quince  pasos de la casa. Un fuerte estremecimiento corrió por su nuca: Ya lo conocía. Era el mordisco absoluto, inmediato, del miedo. Se pegó contra el tronco soltando por la boca dos o tres nubecillas de aliento convulso.
            No salieron disparos de la casa.
            Le cogió una rabia impaciente.
            ̶ ¡Van! – gritó hacia al cielo. Quería saber si su compañero estaba aún en la otra parte de la casa.
Van era algo extraño: No malvado, pero sí alocado. Era capaz de dejar una acción para ir a pedir un cigarrillo a quinientos metros de distancia, a los de la camioneta. Era capaz de dormirse en la nieve, allá, en medio de los disparos.
̶ ¡Van! ¿Estás ahí?
Silencio. En la casa y en el bosque. Las voces resonaban aquí y allá. Bofetadas de sonidos sobre cosas muertas.
Milovic arrugó la frente. Ahora ya no sentía frío en las rodillas. Ahora lo tenía en todo el cuerpo. Tenía que comer y calentarse. Quería encender un fuego.
Decidió poner fin a todo aquello. ¿No le llamaban ‹‹Milovic el decidido››? No era la primera vez que atacaban a un bosnio a cubierto: sabía cómo hacerlo. Se adelantó un poco. Miró. La casa estaba inmóvil, muda. Tendrían pocas balas, si es que tenían. Quién sabe quién les habría instruido: algún beduino iraní probablemente. Envían gente acostumbrada a combatir en el desierto para instruir a gente que debe combatir en las montañas. Simples, bobos: dignos de un final de bobos.
Saltó, disparó ráfagas de balas en dirección a la ventana y a la puerta, llegó junto a la pared de la casa. Después un eco sordo de disparos le llegó fuerte y próximo, luego más lejano, y nada más. Un silencio ofendido, sorprendido por el ruido. Tampoco se oían disparos ahora, desde el fondo del valle.
Con las losas frías contra su espalda, pensó: ‹‹Ahora contaré hasta diez y entro››. Nadie en su grupo tenía más valor que él. Contó sólo hasta siete y decidió entrar. Con las piernas plantadas delante de la puerta, disparó decidido su metralleta. Volaron astillas de todas partes. Dio una patada a la cerradura y la puerta se abrió hacia dentro.
Gritando una blasfemia contra Alá, Milovic entró disparando a su alrededor, en semicírculo, generosamente. Acribilló paredes y restos de muebles de los campesinos, y destrozó el cristal de una gran fotografía en la que unos novios se cogían del brazo sobre el puente de Mostar.
Renegó contra su Dios, esta vez, y se paró. Había una ventana abierta en el lado opuesto a la puerta: se asomó y vio huellas ligeras sobre la nieve. Renegó de nuevo en voz baja. Vete a saber cuánto tiempo hacía que se habían marchado y él, allá en la nieve, con las rodillas heladas. ¿Y Van? Deseó que hubiera muerto. Van era una desgracia. Un día y otro, durante una batalla, él mismo le dispararía una bala. Habría sido mejor que hubiese ido a combatir con los bosnios, así lo habría perdido de vista enseguida…
Miró toda la habitación y vio la chimenea. Era pequeña, negra. Una chimenea es un fuego y allí había leña. No eran ramas secas, pero era leña.
Molovic partió a patadas la puerta acribillada, recogió un haz de leña porosa, preparó el montón en la chimenea, arrugó la fotografía de los esposos, la metió debajo de la leña y la encendió. Un humo negro, extraño, ácido, empezó a subir. La madera de la puerta quemaba mal, con una llama que salía de aquí y de allá, como la lengua de una serpiente escondida.
Milovic tosió. Se puso en tensión, atento. Había oído un golpe de tos que no era la suya. Cogió la metralleta y volvió la cabeza hacia la izquierda escuchando.
Oyó de nuevo aquella tos, rápida, sutil, secreta. Venía de debajo del suelo. Vio una trampilla justo debajo de la mesa. Se inclinó silencioso y apoyo la oreja en la madera oscura, encerada, que olía a cuero y a comidas cocinadas a lo largo de cientos de años. Oyó el susurro de una mujer, implorante, que pedía a alguien silencio. Después otro golpe de tos, ahora como ahogado por una pieza de ropa.
Una mujer y un niño, o una niña, seguramente. Y ¿quién más? Podía ser el cerdo bosnio que guardase una última bala en su arma.
La madera de la puerta ya ardía plenamente. El humo subía espeso hacia el techo de vigas de la habitación. De la chimenea surgía un calor muy agradable.
Había dos opciones. Una difícil, peligrosa y molesta: apartar la mesa, abrir la trampa, mirar quién había adentro, ver si era o no peligroso y, eventualmente, interrogar, vigilar, acompañar… Y perderse de aquel calorcillo que ya le estaba secando las rodillas mojadas por la nieve.
Milovic se decidió por la segunda. Se levantó lentamente y cogió una bomba de mano del bolsillo. Para evitar la trampilla, buscó con la mirada si había una fisura útil. Vio una bastante grande a lo largo de la pared, a medio metro de la puerta. Un pasadizo para los ratones de campo.
Se puso bajo la puerta, para protegerse, soltó la espoleta de la granada y, apartándose a un lado, la metió por el agujero: pequeño, oscuro ratón de guerra. Sintió la explosión del suelo y un pequeño grito de mujer. Después, el humo oscuro de la habitación se aclaró de improviso y se movió extrañamente en círculo, como un violento carrusel de ángeles negros. Un hubo mucho ruido. El carrusel se paró y se hizo el silencio. El fuego, casi apagado por el movimiento del aire, surgió de nuevo chisporroteando en la chimenea.
Milovic entró y, andando a lo largo de la pared, se agachó delante de las llamas. Estiró las manos y se quedó quieto, chupándose la parte interior del labio, donde notaba un sarpullido doloroso.
Culpa de aquella porquería que daban de comer por aquellas montañas. En Sarajevo seguramente comían mucho mejor.
De todas maneras, aquel fuego era un consuelo.
¿Todavía estás leyendo? Ha sucedido. Tú no eres culpable de ello, pero leyéndolo, has permitido que sucediera. Ésta es la maldición. Ya lo has hecho, no te has parado: has leído.
¿Lo entiendes ahora?
Así, pues, no leas más este relato: párate aquí. Ya has leído bastante. Si tú no lees, yo no existiré. Las cosas que están escritas en mí, no pasarán. No existirán en el mundo.
¿Por qué sigues? Ya lo sabes: yo no puedo parar, yo soy un cuento, pero tú eres una persona. Y lo sabes: si me lees, las cosas leídas pasan.
Quizá estás pensando que no todas las cosas que están en mí serán horribles. A lo mejor piensas que habrá cosas bonitas, agradables, y que tú leyendo harás que ocurran…
¿Vale la pena correr el riesgo? Si tú, a propósito de bombas, encontrases una bomba, ¿jugarías con ella, confiando en que fuera de juguete, que estuviera hecha de chocolate y que al explotar de ella saldrían florecillas?
Deja de leer ya. No esperes a la próxima línea. Puedes hacerlo: párate.
Chavier, capitán de la Godard Super, llevó la embarcación a una nueva ruta: una ruta más al norte, un poco insólita en el Atlántico, algo próxima a los icebergs, pero no tanto como para resultar irregular. Únicamente era más improbable encontrar otras naves comerciales, ni tampoco pesqueras, al menos en aquella estación.
El día era espléndido y el mar estaba llano. No parecía un océano, sino uno de aquellos mares interiores de Oriente o del alto Adriático hacia Trieste, por donde había conducido durante muchos años pequeños petroleros. Pero no: aquello era el océano. Millones y millones de toneladas de agua, espacios secretos con sus peces, ballenas misteriosas, monstruos abisales. Todo gente tranquila. Gente que no habla.
La puerta de la cabina se abrió. Entró Shippers y se sacó la pipa de la boca. Lo hacía siempre: era una especie de acto de respeto hacia el capitán. Luego se la ponía otra vez en la boca, lentamente, disfrutándola, como hace un niño goloso con sus caramelos.
Shippers echó una ojeada al cuadrante y se rascó por un momento la barbilla. Luego, miró hacia adelante y con voz tranquila dijo:
̶ ¿Tan al norte, John? Alargaremos la travesía al menos diez leguas…
Chavier no respondió. Echó una ojeada a los instrumentos, como si quisiera comprobar algo y volvió a mirar hacia adelante, a la extensión verde oscura del agua, Shippers esperó sin decir nada. Si el capitán no tenía ganas de hablar, no debía insistir. Desde luego, eran amigos, pero cuando uno tiene ganas de estar callado, es más amigo de sí mismo que de los demás.
Poco después, Shippers salió y bajó la escalerilla hasta el puente de carga. Era su último viaje y lo quería disfrutar. Cuarenta y tres años en barcos mercantes: lo suficiente para ser lo que antes llamaban ‹‹un lobo de mar››. Después de aquel viaje de ida y vuelta, ¡basta!: vería el mar desde lo alto de la escollera, en su pequeña casa de Cornualles. Con Elizabeth, que esperaba muy contenta el tiempo de la lenta compañía. Y Jimmy iría a verle mucho más a menudo que ahora, desde Taunton, con Mary y George. Shippers tenía muchas cosas que explicarle: el mar solamente con mirarlo, ya te hace venir historias a la memoria y a la boca…
Pasó por la bodega y se paró para hablar un poco con Peterson, jefe de máquinas, que había subido para fumarse un cigarrillo al aire libre. Veinte años llevaban juntos en varios barcos. Se conocían bien.
̶ Han cargado algo extraño en Liverpool, ¿no te parece? – dijo Peterson, mirando directamente al norte, hacia la frente helada del mundo.
̶ ¿Extraño? No lo sé, Paul, estaba en la cabina. Chavier me había confiado las relaciones de aduana. Del cargamento se ha cuidado Scatts. ¿Por qué dices ‹‹extraño››?
̶ No lo sé, Charlie… Normalmente los barriles se meten en el interior, ¿no? – dijo Peterson.
̶ Es verdad. Son más estables dentro. Y, además, es más fácil bajarlos a la llegada.
̶ Claro.
̶ ¿Por qué ‹‹claro››, Paul?
̶ Porque esta vez han metido un centenar encima de la rampa, sin ni siquiera fijarlos bien, según creo. Si nos coge una de esas borrascas de Terranova, esos barriles empezaran a correr como si fueran bolas de billar…
̶ Pero, ¿qué dice Bob al respeto?
̶ Dice que ya está bien así, que están suficientemente sujetos. No sé, hay algo extraño en esta carga…
̶ Ahora iré a ver – dijo Shippers.
Cuando le vieron llegar a la puerta de la bodega, los hombres se miraron entre ellos. Estaba Bob, el jefe de carga, y dos de sus ayudantes, gruesos irlandeses de cara blanca.
̶ Bob, quiero dar una mirada a la carga – dijo Shippers tranquilamente.
̶ ¿Por qué? – preguntó Bob, echándose hacia atrás sus rojizos cabellos –. Scatts ya lo ha controlado todo.
Shippers dijo tranquilamente:
̶ Sólo quiero ver las cajas de Manchester, Bob. Han tenido errores en la numeración y debo señalar su posición en los registros. Es cosa de dos minutos.
̶ ¿El capitán ya lo sabe? – preguntó Bob, rascando el barniz del taburete en que estaba sentado –. Ya sabes que la bodega se abre sólo a sus órdenes en el mar.
̶ Llámale, Bob; no me hagas perder el tiempo – la voz de Shippers era exigente ahora, de segundo a bordo. Sabía ponerla todavía más dura con Jimmy, cuando le explicaba historias de piratas, paseando entre gaviotas de Punta Hartland.
            ̶  Ya abro – dijo Bob de malhumor.
            Un cuarto de hora más tarde Shippers entró de nuevo a la cabina de mando. No llevaba la pipa en la boca ni en la mano.
            ̶  La carga está equivocada, John – dijo decidido.
            ̶  ¿Cómo?
            ̶  Scatts se debe haber vuelto loco. Ha puesto un centenar de bidones verdes con la inscripción ‹‹Disolventes Especiales›› fuera, sólo atorados con un cordel. Al primer golpe de mar, se irán a paseo por toda la bodega.
̶  Scatts tiene la cabeza en su sitio, Charlie – dijo el capitán sin mirarle, lentamente.
̶  No; esta vez no, John. Esa carga no aguantará ni una marejada.
̶  Contempla el mar, parece una balsa de aceite – dijo el capitán con una extraña mueca –. No se prevé mar fuerte al menos en tres días.
  Shippers calló un momento, sorprendido. Tenía una extraña sensación de irrealidad.
̶  La travesía dura ocho días, John – dijo.
El capitán dio un largo suspiro. Después de volvió para mirarle.
̶  Esos bidones están bien donde están, Charlie – dijo.
̶  ¿Qué quieres decir con eso de que están bien donde están?
̶  Quiero decir que los descargamos esta noche.
̶  ¿En el mar?
̶  ¿Dónde, si no? – respondió el capitán, mirando nuevamente hacia adelante.
Shippers, nervioso, se puso una mano en el bolsillo. Tocó la pipa pero no la sacó. Enrojeció y sintió un escozor agudo en el estómago. Le parecía que era el último de los imbéciles.
̶  ¿Qué asunto es éste, John? – preguntó.
̶  No lo sé, ni me importa – respondió Chavier, sin mirarle –. Es algo que angustia al mundo, que debe desaparecer. Esta noche abriremos el portillo lateral de la bodega, y empujaremos fuera esos cuatro bultos. Nadie en el mundo se dará cuenta.
̶  Ni siquiera yo, si estuviera durmiendo en mi cabina, ¿verdad? – dijo Shippers con amargura. El estómago le quemaba ahora continuamente, como cuando tomaba dos cervezas de más en el pub de Henry Sheiley.
̶  El armador está de acuerdo, Charlie – dijo el capitán –. Hay dinero para todos, también para ti. Bastante más que una buena propina, Charlie. Podrás cambiar el techo de tu casa en Raswill.
Shippers se apoyó una mano en el estómago, sin apretar.
̶  Debe ser algo mortal, John – dijo –. Debe ser una porquería terrible si no la quieren ni en Truro. Aquí en el mar tiene una profundidad de hasta cinco o seis mil metros, lo sabes. La presión los destruirá antes de que lleguen al fondo, y la corriente...
̶  Me han dicho que son contenedores reforzados, Charlie – dijo el capitán, quitándose la gorra y rascándose la cabeza con una mano –. Es metal que resiste hasta diez mil metros…
̶  Mentiras, John, los he visto. Son bidones normales.
Hubo un silencio. Sólo se oía el rumor sordo y lejano de los motores de la nave. Después, Shippers dijo con voz extraña:
̶ Por aquí pasan las ballenas con sus crías en primavera. Me lo ha explicado mi nieto, Jimmy que lo sabe todo sobre las ballenas…
De nuevo silencio.
̶  Vete a descansar, Charlie – dijo por fin el capitán –. Mañana de madrugada habrá acabado todo. El mar es grande y nadie puede hacerle daño, ni siquiera nosotros. Y si no hacemos esto nosotros, lo harán otros; quizá aquellos perros de Hamburgo que descargaban cerca de la costa. Vete a dormir. Es tu último viaje, no te lo estropees. Enseguida subirá Scatts, es mejor que…
̶  Es él el que dirige el asunto, ¿verdad?
Charie no respondió.
Con el estómago abrasado, Shippers dejó la cabina. A la izquierda de la proa, el sol ya estaba bajo el mar. El barco lo seguía, pero no podría alcanzarlo. Detrás, por el oriente, venía una gran sombra.
Shippers bajó a su camarote, a tumbarse para que le pasase el ardor del estómago. Después, buscaría a Scatts y… Quizá era mejor ir a hablar primero con Peterson y los demás. Probablemente en las máquinas nadie sabía nada de aquel asunto. Quizá lo sabían sólo los de la bodega. Siete u ocho personas.
Se tendió en su litera sobre el vientre y respiró despacio, como solía hacer. Enseguida estuvo mejor, tenía una úlcera casi domesticada y sabía cómo combatirla… Un golpe de sueño violento le ganó. Soñó confusamente: Jimmy, las gaviotas de La Punta y, luego, Jimmy montado sobre un cachalote que le saludaba más allá de los escollos. Después, Elisabeth que corría más arriba, a lo largo del sendero del faro, con un sartén de buñuelos en la mano…
Se despertó sudando, aturdido. Se sentó con torpeza. En el ojo de buey, a su derecha, la última luz de día era absorbida por la masa oscura del océano.
Se puso de pie, respiró a fondo y salió del camarote. Empezó a bajar la escalerilla del tercer puente para ir a buscar a Peterson. Estaba oscuro el mar. El aire salado del Atlántico le gustó más que nunca.
Estaba a mitad de la escalerilla cuando cuatro brazos fortísimos le arrancaron de los peldaños y le lanzaron más allá del parapeto. Volando, cayendo, aún logró pensar en Jimmy por un instante y mandarle un beso desesperadamente.
Bueno, ¡ya lo has hecho otra vez!
Has seguido leyendo y ha sucedido lo que has leído. No, claro, no has sido tú quien ha echado a Shippers al mar y tampoco serás tú esta noche el que tirará los cien bidones verdes al Atlántico. Pero esto ha pasado y pasará porque lo has leído.
¿Quieres seguir leyendo? ¿De verdad, lo quieres?
Yo debo seguir, yo soy el relato. Pero tú no eres yo, piénsalo, lector. Aún estás a tiempo, déjalo. Si tú no lees, sólo son cosas que están escritas en un papel, no existen, no son verdaderas. Pero si tú las lees, pasan. Ésta es la maldición.
No leas más allá de esta línea.
Las primeras señales de que algo andaba mal fueron hace unos once días. Es bien verdad que antes de avisar a la Comisión de Urgencias, el ingeniero responsable hizo lo que era su deber: redujo a la mitad la potencia del reactor. Después vino la inspección, que provocó el documento 7455/RS, inmediatamente transmitido a la Dirección General.
El director, el ingeniero Francesco de Sghinopoli, al leerlo, alzó las cejas y llamó al jefe del taller técnico, el ingeniero Pasquali.
̶  Pasquali, he leído el documento… Resúmame los hechos.
̶  Es lo que ya sabíamos, señor director – respondió Pasquiali, con aquel tono humilde que no lograba borrar de su voz, aun queriendo, cuando hablaba con sus superiores.
̶  ¿Qué es lo que sabíamos, Pasquali? Nosotros sabíamos tantas cosas…
̶  Me refiero a lo que sabíamos con respecto a la camisa externa del reactor, señor director. Las junturas tres y cuatro, que sin embargo en su informe vienen indicadas como trece y catorce, tienen una mancha de tercer grado… Siempre ha habido una cierta acumulación en ese punto, pero el otro día se hizo evidente la mancha…
̶  ¿Cómo es de grande, Pasquali?
̶  Es una zona de casi veinte centímetros cuadrados, de una forma extraña… Parece una mariposa. Probablemente…
̶  ¿En todo su espesor? – interrumpió Sghinopoli.
̶  Sí, parece que sí… En ese punto y con el reactor caliente, es difícil comprobarlo en profundidad. Usted ya sabe que…
̶  Ya lo sé, Pasquali. ¿Quién más sabe algo de este asunto, aparte de usted, el director del departamento y los de la Comisión de Urgencias?
̶  Que yo sepa, señor director, nadie más.
̶  Sería mejor que no trascendiera. Ya sabe usted que fuera están deseando echarnos encima… Los periódicos…
̶  Ya lo sé, señor director. Aquí estaremos todos callados…
̶  Ya le llamaré de nuevo, Pasquali.
La mancha en forma de mariposa, pequeño defecto de origen, se debía a una imperfección en el acero de la cisterna número tres. Se sabía de siempre, pero las probabilidades de avería funcional eran de 0.003 por mil según los cálculos. Mucho más bajas que las de un terremoto de octava magnitud en la zona: prácticamente nulas. Y, además, cuando se descubrió el defecto, la cisterna estaba ya montada, y su sustitución, a parte del gasto subsiguiente, habría retrasado al menos en tres meses el encendido de los reactores. La Comisión de Idoneidad había dado el visto bueno, recomendado, eso sí, un examen del metal de la cisterna cada dos meses, lo que en realidad se hacía siempre.
    La mariposa, durante tres años, había estado quieta, tranquila, casi inexistente, escuchando el burbujeo electrónico que se producía a través de las paredes aislantes: átomos que se rompían, se disociaban,  potentes luces secretas. Después, el acero, que no sabía nada de estadísticas ni probabilidades, había empezado a escamarse, lentamente: un átomo, dos, cinco, diez cada vez. Sin prisas. ¿Quién puede contar los átomos?
Mucha prisa tenía, por el contrario, el presidente Spinardi, que debía asistir a una reunión del partido. Advertido de lo que ocurría, le dijo a Sghinopoli:
̶  Como de costumbre, tengo plena confianza en usted… Claro que las circunstancias… Quiero decir que tenga en cuenta, en el límite de la debida prudencia, el hecho de que dentro de quince días serán las elecciones y usted ya sabe el alboroto que han armado los antinucleares y que siguen armando… Un fallo, o simplemente la sospecha de un fallo, un tropiezo, en una central nuclear, justamente ahora, usted ya sabe lo que significaría… Ésos se pondrían a bailar de felicidad sobre las mesas del Parlamento. Y temo que la gente, con la poca y mala información que tiene, podría dejarse llevar por las opiniones a la hora de votar.
̶  Ya entiendo perfectamente lo que quiere decir, señor presidente – dijo Sghinopoli, que sabía descifrar los discursos de los políticos mucho mejor que las ecuaciones de física.
La mariposa, en la profundidad del acero, ignorante de las elecciones y oportunidades, se agitaba locamente, latía: mil átomos, diez mil, un millón. Los átomos son muchos. ¿Quién puede contar? Era como si en lugar de una mariposa, fuera un gusano que se agitara, despertando de un letargo de mil años…
Otra mariposa, a pesar de las intenciones de mantener el secreto, iba volando ya de boca en boca y por lo oídos de la gente. La Central había reducido la potencia de uno de los reactores a la mitad. La noticia llegó a unos cuantos que la encontraron realmente interesante. Uno de los temidos periódicos publicó la información en una esquina de la primera página:
En la Central Nuclear de Pffio, uno de los reactores presenta problemas. El tercer reactor ha sido reducido a la mitad de su potencia. Como se sabe, si la reducción se mantiene otros tres días, significa que existen daños graves.
Spinardi, cuando regresó de la reunión del partido, telefoneó a Sghinopoli. Tenía una voz fría.
̶  Había prometido discreción.
̶  He hecho todo lo posible, señor. Pero la Central es grande, hay más de cuatrocientos empleados. Y seguramente, aunque parezca imposible, alguno de los de aquí dentro simpatiza con los antinucleares.
̶  Ahora ya está armada, Sghinapoli. Busquemos un remedio.
̶  ¿Qué sugiere, señor?
̶  El técnico es usted. A usted lo han colocado en este puesto, no sólo por su saber científico, sino también por su capacidad, digamos política, para tratar estos asuntos…
̶  Bueno, pero yo no creo que en estas circunstancias…
̶ Los de los tres días, ¿es cierto? Me refiero a lo que ponen en los periódicos de esta mañana.
̶  Bien, sí, es lo habitual. Un período de baja potencia de menos de tres días, llamado Pausa de Fase Uno, es suficiente para los controles ordinarios… Si se alcanzan más de tres días, se entra en la Pausa de Fase Dos, y significa que en el reactor hay anomalías o disfunciones importantes.
̶  Bueno, director. Es necesario que la pausa del reactor sea de Fase Uno. ¿No cree?
̶  Ya, pero… Yo creo que una mancha de tercer grado y de estas dimensiones, francamente, necesitaría…
̶  Dígame, resumiendo, ¿se trata de algo peligroso?, ¿inmediatamente peligroso?
̶  Yo… Inmediatamente, quizá no. No diría inmediatamente. Pero ciertamente es necesario profundiz…
̶  En tiempos normales, todo sería diferente, Sghinopoli, pero las elecciones penden sobre nuestras cabezas. Oiga, si se vuelve a encender el reactor normalmente, ¿no pasará nada, verdad?
̶  Bueno, parecería todo bajo control, pero…
̶  No he acabado. Las elecciones serán dentro de once días. Bastaría encenderlo hasta el día de las votaciones, unos diez días. Después, justo el día de las elecciones, usted lo para y ordena todos los controles necesarios. ¿No le parece una buena solución, Sghinopoli?
̶  Buena sí, pero yo dudo de…
̶  No dude de nada. La elección no le atañe a usted. Yo no quisiera hacerlo, créame, pero me veo obligado a recordarle en estas circunstancias, que tanto las necesidades de La Central como su posición personal deben supeditarse a mi carrera política… Los votos son nuestra energía, Sghinopoli. El reactor electoral debe funcionar  para nosotros…
̶  Yo no he dejado nunca de reconocerlo, señor… Es sólo que un reactor… Puesto que…
̶  Querido Sghinopoli, sólo por espacio de diez días. Después podrá controlar, revisar, sustituir. Y si las cosas, como espero, son satisfactorias en las elecciones… le prometo vía libre también para las demás necesidades de la Central. ¿Entonces, director?
Empezó un silencio. Sghinopoli sudaba y pensaba. La probabilidad de que, aun encendiendo el reactor, no hubiera problemas, al menos enseguida, era verdaderamente grande. Una mancha de tercer grado era solamente una mancha de tercer grado. Vigilando bien los índices de vibración e instalando un par de sensores justo allí al lado, para poder, eventualmente, antes de que…
̶  Estoy esperando su respuesta, Sghinopoli – dijo Spinardi.
̶  De acuerdo. Esta noche el reactor volverá a su pleno rendimiento – dijo el director lentamente.
Ocho días después, es decir, dos días antes de las elecciones, es decir hoy, la mariposa del acero se ha despertado, palpitando de manera imprevista. Sus partículas, millares de millares de millones, se han contagiado de una fulminante fragilidad. El duro metal se ha resquebrajado. La camisa que contenía, junto con otros estratos, la fuerza atroz de la escisión atómica, ha cedido en ese punto, y la luz mortal, abriéndose camino a velocidad instantánea, ha salido fuera de las plazas del mundo. Y millares de millones de minúsculas mariposas, rayos venenosos y convulsos, han aleteado en el cielo.
También esta historia se ha acabado.
Y tú todavía estás leyendo. Así, lo que he explicado ha sucedido. Sucede. Está sucediendo.
Quizá no lo creas. Sonríes pensando que ha sido un juego. Una manera de asustarte,
También a mí me gustaría que fuera así.
Pero si quieres, acércate a tu ventana. Ahora puedes ir. El cuento ha terminado. Éste y todos los demás. No hay nada más que leer, ni que hacer.
Vete a la ventana, lector. Hay una extraña nube verde, al norte, en el cielo de la ciudad.
Y no es una nube de tempestad.
(Traducción de Rosa Huguet)

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