Fernando Nachón. Cuando el amor se va...

"Fui rechazado por el marxismo vulgar por ser güero y de ojos azules, ignorado por la raza por ser "pirrurris". Me han corrido de centros intelectuales por borracho y de cantinas por intelectual".

Comenzamos con las palabras del escritor mexicano Fernando Nachón: Alcoholico empedernido, poeta que deja de lado la métrica y escritor sin recervas. Veracruzano que es querido por pocos y odiado por muchos debido a que su pluma no tiene censura pero sí dosís altas de sarcasmo, humor negro, críticas mordaces y nostalgia que roza a la ternura. Sus letras son directas, sin recato ni timidez. Deja su visión del mundo en la hoja tal y como lo vivió y sintió.

A continuación les presentamos un capítulo de su novela "De a perrito" (1986). ¡Qué lo disfruten!

"P. D. Más de un hombre me ha querido matar y más de una feminista me ha querido castrar, y como dijo Baudelaire:


‹‹Léeme, para aprender a quererme:

... ¡compadéceme!... si no, ¡te maldigo!›" Fernando Nachón.




                                                          De a perrito


Lo apagué y ensombrecido me quité la camisa, tenía un poco de calor, en realidad muy poco; más bien quería tocar mis brazos y mis hombros desnudos, como si fueran los de Carolina.
Pero al sentir mis hombros mis caricias y robarle sensibilidad a mis manos fui presa del terror. No estaba empleando las palmas completamente como cuando se posan sobre el sujeto amado, no, estaba solo, masturbándome sin erotismo, esperando escuchar el quejido de ella y no mi tos de fumador, que de vez en vez cortaba el cuarto en dos. Esa tos asfixiante y cacofónica que a veces me llevaba a tal punto de querer vomitar, tenía que dominarme para no llegar el arqueamiento, como si mis pulmones fueran un agujero negro por el que iba cayendo hacia mi propio fondo, canceroso a los veintiocho años de edad.
Quería saber qué estaba haciendo Carolina en ese momento. Conocer sus pensamientos, pensar igual que ella, como dos relojes sincronizados, pero: ¿quién fue mejor o peor? ¿Ella o yo?
Quizá no estaba pensando en mí, estaría preparando una salsa en la casa de sus padres preocupada porque la licuadora no salpique, o quizá pensando en algún chavo nuevo que conoció y en que qué bueno que lo conoció en ese momento y no en otro. Justo en el momento en que murió mi padre ella no pudo contenerme, qué bueno que conozca a alguien con unas ondas electroencefalográficas parecidas a las de ella. Alguien normal, alguien afín a sus gustos, o simplemente alguien nuevo, que cuando le alabe su manera de vestir ella sienta el halago del nuevo hombre y no el del alcohólico que como yo hastía a las mujeres a los dos años de relación.
“Probablemente esté dormida”, pensé. Pero en ese instante, eran las nueve de la noche de un viernes, ella podría estar insomne, agotada y triste.
Quizá se esté preparando para ir otra vez a La Atasca. Siento que mis testículos son barridos por una limpiadora de calles. Busco el encendedor, me paro por la vela, la enciendo y es cuando, desaforado, marco el teléfono. Me contesta la madre y me dice que Carolina se fue con su papá a un pueblo y que no sabe cuándo regresan.
Eso me hiere más. Me lastima por haberla llamado, pues cuando ella se entere de seguro dirá: “Si él sufre, por qué he de hacerlo yo”.
No sólo los celos por el Hosco, que en realidad no llegan a tanto, sino más bien el decirme: qué cabrona, si yo me hubiera quedado allá igual se hubiera largado de luna de miel. Y esto era lo que más me hería, el saber que ya estaba preparada la trampa. Ella me hubiera dicho melosa y suplicante: “Vete, tengo que irme con mi papá”. Cuando una mujer quiere dañar no importa que pasen años entre el deseo y la ejecución.
Su casa fue el cuento de hadas cuando niña, siempre tuvo alguien junto que la divirtiera y le festejara sus gracias. Ahora yo andaba como deshabitado de mi propio cuerpo y mucho más mortuorio de lo acostumbrado, eso le asustaba porque ella no tenía ya deseos de aguantar que no le hiciera cumplidos de esos que a las mujeres les gusta que les hagan: aunque estén diciendo puras pendejadas.
Seguí sentado en la orilla de la cama, los pies me apestaban de tanta carretera, me sentía un cochino, la vela seguía encendida dibujando mi sombra de angustia en la pared.
Dos años habíamos vivido aquí y todo me la recordaba.
Cansado de mirar lo mismo decidí bajar. Me alisté lo que pude, decidí ponerme la misma camisa sudada, no quería salir a ligar. Estaba como un bebé de meses: me despertaba cada tres horas llorando. Así se decía de los abandonados: bebés. O también para tronar se necesita agua y ajo: aguantarse y a joderse.
Saldría a joderme, y a propósito de jodederas, había una música estridente en el edificio, provenía del segundo piso. Salí, subí al elevador, apreté el botón número dos. Quería espiar la pachanga. El elevador se detuvo, se escuchaba música de los ochenta, Phil Collins. Pero clarito se oía lo que hacían detrás: tres hombres le decían a una chava como pollitos hambrientos: ¡Ahora mámamela a mí! ¡Ahora me toca a mí!
̶  No, tú ya cogiste – se oía la voz de un borracho.
̶  Y qué, a mí se me para cuantas veces yo chingados quiera.
̶ Cállense cabrones o les agarro sus putazos – decía otro tercero alcoholizado.
La chava decía:
̶  Ayyy, déjenme que me acomode.
Mi mente enferma y con fiebre paranoica pensó: ¡Y si Carolina está haciendo lo mismo en Jalapa? ¡Aaaaaaaahrrrrrggggggggg!, gritó mi inconsciente.
Me trepé en el elevador tratando de olvidar lo que acababa de escuchar. Abrí el portón del edificio y el frío se agolpó contra mí. No eran las nueve de la noche, eran las once y el mundo estaba cerrado para un solitario. Caminé hasta el Sanborn´s de la esquina. Había cuidadores para que no se roben los libros, el restaurante estaba lleno de vagos y judíos, la  barra sostenía tres borrachas que le daba baje a la tarjeta de crédito de un exalcohólico anónimo que había recaído.
Me fui a la sección de libros y revistas. Sentí mareos y casi vómitos al ver la competencia con la que me debía enfrentar. Dice Bukowski que lo peor que le puede pasar a un escritor es conocer a otro escritor. Veía tal cantidad de libros que me daban ganar de ponerme a orinar sobre ellos, sacar el mío y decirle a todos: ¡Aquí estoy cabrones, necesito que me hagan famoso para que Carolina regrese conmigo!
Miraba sin ver las portadas, mi mente estaba posesionada. Pero algo me hizo salir de estupor: una revista de armas, era una revista gringa en donde venden hasta pequeños carritos como de golf para ir a matar vietnamitas. También vendían camisetas con la imagen de Kadaffi en una mira telescópica. Uno no tenía por qué aburrirse con los gringos, había una sección dedicada a preparar mata-marxistas. Rambo, se descuelga por un precipicio con un arma de alto poder. El precio viene abajo.
Y ahora cómo iba a sostener la guerra con el mundo sin una pareja esencial que me esté esperando en un lugar de la tierra. Recordé que al agente 007 nunca le fallaban las chavas; siempre tiene su nalguita que lo está esperando en alguna isla del Adriático, y a mí, una pinche chaparra güera no me podía esperar en un hotel de Jalapa.
Me sentí mal, de niño me había propuesto ser playboy y ya me andaba volviendo muy corriente y hasta pendejo.
Aseguraba que a los treinta años dejaría de pensar en las mujeres como algo esencial  en mi vida, que por arte de magia dejaría de necesitar alguna chavita para que me acompañara a tal o cual museo y ser un intelectualito casado que educa sus hijos leyendo a Freud, a Marx y a Melanie Klein, a la vez que todo el día se pelea con la mujer porque uno cree más en la guerrilla urbana que en la de la sierra y porque León Davidovich Troski es más chingón que Gramsci y diálogos absurdos pseudodesclasados que nos tiraban las entrañas hasta por debajo de los huevos, los ovarios y los zapatos y acabábamos cansados, sin ganas de volver a coger, porque sólo nos veíamos para coger; la relación había muerto desde antes, así como Carolina ha muerto y como dijo Nietszche: “Dios ha muerto, su piedad por los hombres lo mató”.
Es cierto, por eso me dejó Carolina, yo le había prometido en una borrachera ser el Che y nunca lo cumplí.
Le hablaba re bien del feminismo. Me sentía liberal, después nos dedicamos a coger a coger y a coger y se nos acabaron las ansias revolucionarias, comenzamos a decir que los pobres son encargados de hacer la revolución, que nosotros queríamos hacerla por culpa y que al saber esto ya no debíamos hacerla.
Después de quedarme sin mujeres dejó de existir la revolución, esto me cerraría las puertas de las academias marxistas, además ya mi otro libro me había cerrado las instituciones fascistas, como la facultad de Letras de la UNAM.
Comencé a caminar por la avenida Insurgentes. Por más que me quería sentir como Robert Redford no podía, me daba cuenta de lo pequeño que era mi estúpido ser y mi estúpida tristeza.
Por ese tiempo andaba de moda un libro llamado La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Yo no lo tenía, ni lo había leído. Como muchas parejas intelectuales hablaban de él pensé que podría ayudarme.
Pensaba estupidez tras pendejada, recordé el día en que asistí al examen profesional de una chava que se recibió en Letras en la facultad de la UNAM. Su tesis era acerca de “La lírica y el rock”. La sala como siempre: con los parientes y los amigos de la acusada. El jurado constaba de tres seres: dos de corbata y una mujer a la que llamaremos  Miss Righter.
Los tipos de corbata casi no se movían, estaban sentados muy derechos en sus sillas, como si en ningún momento se les antojara echarse un  pedo. El de la derecha se acomodaba la corbata mientras decía: “Donovan, no creo que Donovan sea un buen poeta”.
Recuerdo que fui con Marta, ella había querido estudiar letras pero un algo invisible la  había sacado de la facultad. Por cierto, recuerdo que me comentó que el que estaba al centro de los sinodales se llamaba Cristóbal, había sido “amigo” suyo, y de plano un día le dijo: Tú no necesitas estar en letras inglesas, sino más bien irte a un psiquiatra.
Marta estaba en letras inglesas porque sus papás siempre le habían pedido que fuera “algo en la vida” pero sentía el rock en pleno. Me dijo:
̶  Es que aquí nada más te enseñan a contar sílabas.
Dentro del examen Mis Roghter interrogó en ingles a la examinada. Todos se pusieron bien contentos de oír idioma gringo. Nunca he podido entender por qué si hay más chinos que gente que habla inglés no aprendemos chino. Soy un estúpido.
Pero se estaban luciendo, yo entendía a medias, mi inglés es de escuelas de gobierno. Muy esencial, lo suficiente como para ir a trabajar de lanchero a Acapulco.
Inclusive Cristóbal le comentó algo a la maestra EN INGLÉS, ¡¿Se imaginan?! ¿No es como para llorar de la emoción? Cristóbal también sabe inglés. Oooooh, Dios de las letras, perdona mi incultura por desconocer tu nombre, pero te has dado cuenta. HAY QUE SABER INGLÉS PARA SER POETA. ¡Qué burro soy!
Un día un cuate psicoanalista me aventó la interpretación de que mi resentimiento hacia los gringos era porque de niño no había aprendido inglés. Pero qué pendejo soy, hay que escuchar la eufonía de los gringos, soy un envidioso.
No importa que no sientas un poema de Poe como lo sintió Poe, el chiste el citarlo EN INGLÉS. Ahhh, y si pones una cita en un libro tiene que ser EN INGLÉS. Cuidado y pongas la traducción abajo, se vería de mal gusto.
Al final les regalé un libro a Cristóbal y sus compinches. Me trataron bien, los traté bien. Llevaba en mente una frase de Nietzche: “Si quieres que alguien te ayude muéstrate asombrado ante él” (un consejo cínico…).
No había por qué pelear, porque sin armas no hubiésemos llegado a ninguna lado y ellos se quedarían pensando como piensan y yo lo mismo.
Más bien les hubiera tenido que pasar tantita psicopatía y ellos a mí algo de neurosis obsesiva. Nos equilibraríamos y así podríamos ser guerrilleros o fascistas.
Mi cuerpo llegó hasta la esquina. De vez en cuando pasaba el carro de un borracho hecho la chingada, recordé el suceso del segundo piso del edificio, me sentí solo. Me di media vuelta y pensé: ¿qué estará mirando ahora Carolina?
De regreso me encontré tres familias de marías, un borracho con nariz aplastada contra la baqueta y unas veinte ratas.
Vuelvo a subir y me detengo de nuevo en el segundo piso. Los tipos seguían armando escándalo y clarito oí como le decían a la chava:
̶  ¿En qué posición te gusta, en qué posición te gusta? ¿Eeehhh?
̶  Ayyyy, déjenme que me acomode.
Entonces uno le gritó pleno de emoción chillona:
̶  De perrito, PONTE DE A PERRRRRRITO. ¿No te gusta de a perrito, mi amor? Ándale, de a perrito.
Me agarré el pecho, estaba expulsado de la fiesta, me tendría que dormir a mi departamento, mientras alucinaba cómo en el segundo piso se cogían a alguna Carolina que de seguro tronó con un chavo porque era muy celoso. ¡Glup!

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