Ivan Ângelo ¿Quién es culpable?


De planeta en planeta hemos estado recorriendo esta desmesurada constelación y en este largo viaje nos encontramos con un escritor y cronista directamente de Barbacena, Brasil. Hombre que a una edad muy temprana comenzó a ser premiado por su grandiosa manera de escribir, pues él utiliza el lenguaje de una manera coloquial pero armoniosa, precisa y llena de detalles. Uno de sus cuentos fue recopilado en el libro Cuentos Brasileños de Affonso Romano de Sant´Anna.
Estamos hablando de Ivan Ângelo. Esperamos sea de su agrado.
 
BAR
La joven llegó con los zapatos bajos, falda corta, cabellos lisos, castaños, arreglados en cola de caballo, sonrió con dientes muy blancos, pequeñitos, como de leche, y dijo ¿me podría prestar el teléfono?, de manera irrecusable.
            El hombre de la caja estaba mirando el movimiento del negocio muy por encima, sin fijar mucho los ojos en lo que el muchacho del mesón les había servido a los dos clientes silenciosos, demorándolos algo más en el borracho que se bamboleaba en la puerta amenazando con entrar y al final parándolos en seco en lo que llenaba la blusita negra sin mangas frente suyo, lo que lo hizo despabilarse totalmente con un dígame, señorita, qué desea.
            La joven notó contrariada que había desperdiciado su primer arremetida de encanto y mostró de nuevo los dientes pequeñitos, con carita de mucha necesidad, de mucha urgencia, ¿puedo usar el teléfono, por favor?, como quien le entrega al otro todas las esperanzas.
            El hombre le dijo por supuesto y levantó la mano regordeta por encima del teclado de la caja registradora, la bajó mirando al borracho que subía el peldaño de la puerta, sacó un teléfono negro del aparador bajo la registradora que tenía todavía en el disco el sello de la antigua compañía de teléfonos y lo empujó hacia la joven diciendo que sea corto por favor, que vamos a cerrar ya.
            La joven tomó el auricular y murmuró bajito uf, sopesó ostensivamente el aparato y dijo aduladora: es pesadito, ah.
            El hombre sonrió alcanzado por la saeta de la lisonja diciendo ¡mmmh!, es que es de los viejos.
            La joven se llevó el auricular al oído y discó 277281 con un dedo bien cuidado de uña lila.
            El hombre de la caja desvió la vista del dedo, tomó un lápiz que tenía en la oreja derecha y anotó los últimos números explicando, es para el loto, sin fijarse si la joven lo escuchaba o no y se puso de nuevo el lápiz en la oreja mientras miraba al borracho que navegaba ahora por la orilla del mesón.
            La joven dijo, me da con Otacilio por favor, y se quedó esperando.
            Un hombre se paró al lado de ella oliendo a cigarrillo, le dijo al de la caja, me da un Belmont, miró intensamente los ojos de ella y en seguida los pechos.
            La joven se sonrojó y se tocó rápidamente buscando un botón abierto que ni tenía y se protegió expirando el aire con el diafragma y echando adelante los hombros para disimular el volumen del pecho.
            La caja registradora hizo tlin, un auto frenó haciendo rechinar los neumáticos y una voz fuerte grito conchetumadre con la última e muy larga.
            El hombre de la caja le dio el vuelto al que compraba los cigarrillos y dijo, hágase la sorda, tesoro, así es la cosa aquí siempre.
            El hombre que compraba cigarrillos se apartó a ver qué estaba pasando en la calle.
            La joven se volvió con simpatía al hombre de la caja pero se detuvo atenta al sonido del teléfono, pasó de atenta a decepcionada y luego de un instante dijo, de parte de Julia dígale.
            El hombre que había comprado cigarrillos se paró en la puerta, abrió la cajetilla y prendió uno.
            El hombre de la caja dijo, oye José, ese tiene que pagar primero y el mozo dejó de servirle aguardiente al borracho y le dijo algo mientras el hombre de la caja se explicaba diciendo después, ni paga y más encima espanta a la clientela.
            La joven sonrió condescendiente.
            El hombre fumaba en la puerta y le miraba las piernas.
            La joven puso una pierna detrás de la otra defendiéndose en un cincuenta por ciento y de repente dijo alegre ¡hola! Pucha que demoraste y buscando un poco de privacidad se dio vuelta diciendo ¿estás enojado conmigo?
            El hombre de la caja se hacía el distraído pero escuchaba lo que ella decía.
            Eso pensé puh, si no me llamaste.
            El borracho les hizo el quite a los arrecifes y llegó a la caja con un billete de quinientos en la mano.
            No, nada que ver, si no fue por eso.
            No sé, me dio mucho miedo, eso no más.
            El borracho inició el viaje de regreso.
            El hombre de la caja dijo sírvele no más José.
            No, no. Si no es nada contigo. Así son las cosas puh, ¿o no?
            La caja registradora hizo tlin marcando quinientos pesos.
            Pucha, Otacilio, piensa, la cantidad de cosas que se le ocurren a uno en ese momento. A ustedes les da lo mismo.
            La cara del hombre de la caja estaba un poco más despierta y maliciosa.
            Claro que es difícil. ¡Por la oh! Si te pusieras en mi lugar lo entenderías.
            El mozo del mesón sacó el mismo vaso a medio servir y la misma botella y completó la dosis del borracho.
            Bueno. Yo también, olvidémosnos (sic) de lo de ayer. Ya, hagamos eso mejor.
            El borracho se quedó mirando fijamente el vaso como si meditara, pero en realidad sólo esperaba el momento preciso de coordinar el movimiento del barco con el de llevar el vaso a la boca y cuando lo logró se tomó todo con una mueca y un escalofrío.
            La joven escuchó con aire pícaro lo que Otacilio decía y sonrió excitada sus dientes tan blancos.
            El hombre de la caja miró al hombre de la puerta y la complicidad masculina brotó en las miradas.
            No, el sábado no se puede, ahí ya se pasó el día ya. Cómo que por qué. Se pasó el día pues no se puede. No te puedo explicar ahora. ¡Pucha!, hay días que se puede y días que no.
            El hombre de la caja le guiñó el ojo al de la puerta como quien dice tenías razón.
            Ecole, de aquí a quince días tiene que ser. Claro que averigüé.
            La joven vio la mirada del hombre de la puerta y le dio la espalda.
            ¿Hoy día? ¿Estás loco?
            El hombre que fumaba se quedó mirándole atrás.
            Mi papá no me va a dejar. Tendría que… tendría que hablar con mi mamá y que ella hablara con él.
            Alguien llegó y dijo páguese dos cervezas y deme una pastilla de estas de menta.
            Pero y qué es lo que les voy a decir. Pucha, no sé. Ahí veo cómo. Yo me las arreglo.
            La caja hizo tlin y el hombre se fue sin que ella se diera cuenta.
            No, si voy. Como sea yo voy. No, no te corras porque ahora yo estoy con ganas.
            La joven miró al hombre de la caja y huyó veloz de esa mirada ahora descarada.
            Espérame entonces. Voy para allá. Chao.
            La joven cortó y se quedó unos momentos cabizbaja armándose de valor y después le dijo al hombre puedo hacer otra llamadita, ¿ya?
            El hombre de la caja dijo bueno alargando la e muy solícito y mirándole fijamente desde arriba del escote.
            La joven buscó un punto neutro donde mirar y encontró al mozo que lavaba vasos detrás del mesón, mientras esperaba el tono del teléfono; después marco el 474729 y se quedó mirando alrededor.
            Un enrejado azul fluorescente para electrocutar moscas esperaba víctimas.
            El mozo del mesón la miraba furtivamente y murmuró ricura, apretando los dientes.
            El borracho esperaba el mejor momento para bajar el peldaño hacia la calle, con un pie en el suelo y otro en el aire, como alguien indeciso preparándose a descender de un tranvía en marcha.
            El hombre de la puerta juntó los cinco dedos de la mano derecha y se los llevó a la boca con un besito, transmitiendo al hombre de la caja su opinión sobre ella.
            El hombre de la caja respondió mordiéndose el labio inferior, como quien dice está del uno.
            La joven dijo ¿habrá salido?, explicándose ante nadie.
            Los dos hombres silenciosos que bebían cerveza en el mesón ya no estaban ahí.
          La joven se quedó de lado y el hombre de la caja se inclinó para verle un poquito más del pecho por la abertura lateral de la blusa sin mangas.
            La joven lanzó un ah de alivio, tiró el cordón lo más que se podía, y dando la espalda un poco más agachada dijo ¿mamá? Soy la Julia, cubriendo la voz con los brazos y manos y concentrada en lo que iba a decir.
            El hombre de la puerta, el muchacho del mesón y el hombre de la caja cruzaron una mirada fugaz.
            Oye, yo almorcé acá en el centro con Marilda. Cómo mamá, si tú la conoces, hasta se durmió en la casa una vez. Esa, pues. Mira: vamos a ir al cine ahora ¿ya? Tarde mamá, a las diez y media es la película. Si se nos hace demasiado tarde me quedo a dormir en la casa de ella. Porque es más cerca, pues; si no, me iba para allá no más. Qué va haber. Si tú sabes que no hay. Habla con el papá, ¿ya? No, yo no voy a hablar con él. Bueno. Después del cine llamo. Para confirmar no más, sí, porque lo más seguro es que nos vayamos a la casa de ella. Un beso. Entra la gata, ¿ya? Chao.
            La joven se enderezó, cortó el teléfono y preguntó cuánto es.
          El hombre de la caja ahora no estaba ahí, dijo para ti es gratis ricura ya detrás de ella.
            La joven se dio vuelta rápidamente y vio que todas las puertas del bar estaban cerradas.
            Los tres hombres, las narices dilatadas, formaban un medio círculo en torno a ella.

(Traducción de Adán Méndez)

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