Marqués de Sade. Triángulo libertino
Bienvenidos amantes de las letras, en esta ocasión visitaremos a un escritor frances que es conocido por sus textos mordaces, cínicos y eróticos.
En su época fue duramente censurado porque sus obras contenian perversiones sexuales, le tiraba duramente a la religión y, sobre todo, denunciaba la hipocresía de la sociedad. Su nombre es Donatien Alphonse François, mejor conocido como Marqués de Sade quien murió en un hospital psiquiatrico por el año de 1814.
En su época fue duramente censurado porque sus obras contenian perversiones sexuales, le tiraba duramente a la religión y, sobre todo, denunciaba la hipocresía de la sociedad. Su nombre es Donatien Alphonse François, mejor conocido como Marqués de Sade quien murió en un hospital psiquiatrico por el año de 1814.
Hay sitio para dos
Una hermosísima burguesa de la calle Saint-Honoré,
de unos veinte años de edad, rolliza, regordeta, con las carnes más
frescas y apetecibles, de formas bien torneadas aunque algo abundantes, y
que unía a tantos atractivos presencia de ánimo, vitalidad y la más
intensa afición a todos los placeres que le vedaban las rigurosas leyes
del himeneo, se había decidido desde hacía un año aproximadamente a
proporcionar dos ayudas a su marido que, viejo y feo, no solo le
asqueaba profundamente, sino que, para colmo, tan mal y tan rara vez
cumplía con sus deberes que, tal vez, un poco mejor desempeñados habrían
podido calmar a la exigente Dolmène, que así se llamaba nuestra
burguesa. Nada mejor organizado que las citas concertadas con estos dos
amantes: a Des-Roues, joven militar, le tocaba de cuatro a cinco de la
tarde, y de cinco y media a siete era el turno de Dolbreuse, joven
comerciante con la más hermosa figura que se pudiera contemplar.
Resultaba imposible fijar otras horas, eran las únicas en que la señora
Dolmène estaba tranquila: por la mañana tenía que estar en la tienda,
por la tarde a veces tenía que ir allí igualmente o bien su marido
regresaba y había que hablar de sus negocios. Además, la señora Dolmène
había confesado a una amiga que ella prefería que los momentos de placer
se sucedieran así de seguidos; el fuego de la imaginación no se apagaba
de esta forma -sostenía-, nada tan agradable como pasar de un placer a
otro, no cabía el fastidio de tener que volver a empezar; pues la señora
Dolmène era una criatura encantadora que calculaba al máximo todas las
sensaciones del amor, muy pocas mujeres las analizaban como ella y
gracias a su talento había comprendido que, bien mirado, dos amantes
valían mucho más que uno solo; en cuanto a la reputación, daba casi lo
mismo, el uno tapaba al otro, la gente podía equivocarse, podía tratarse
siempre del mismo que iba y venía varias veces al día, y en lo que
atañe al placer, ¡qué diferencia!
La señora Dolmène tenía un miedo cerval a los
embarazos y convencida de que su marido no cometería nunca con ella la
locura de estropearle el tipo, había asimismo calculado que con dos
amantes existía mucho menos peligro de lo que tanto temía que con uno
solo, pues -decía ella como bastante buena anatomista- los dos frutos se
destruyen entre sí.
Cierto día, el orden establecido en las citas se
alteró y nuestros dos amantes, que no se habían visto nunca, se hicieron
amigos de una manera bastante divertida, como vamos a ver. Des-Roues
era el primero, pero había llegado demasiado tarde y, como si fuese cosa
del diablo, Dolbreuse, que era el segundo, llegó un poco antes.
El lector inteligente se dará cuenta enseguida de
que la combinación de estos dos pequeños errores debía abocarles a un
encuentro inevitable; se produjo, por supuesto. Pero mostremos cómo
sucedió y si es posible aprendamos de ello con todo el recato y el
comedimiento que exige semejante materia, ya de por sí de lo más
licenciosa.
A instancias de un capricho bastante singular -y los
hombres son propensos a tantos- nuestro joven militar, cansado del
papel de amante, quiso interpretar por un momento el de amada; en lugar
de tenderse amorosamente abrazado por los brazos de su divinidad,
prefirió abrazarla a su vez; en una palabra, lo que suele quedar debajo,
él lo puso encima, y tras este intercambio de papeles quien se
inclinaba sobre el altar en el que habitualmente tenía lugar el
sacrificio era la señora Dolmène, que desnuda como la Venus Calipigia y
tendida como estaba sobre su amante, enseñaba, en línea recta con la
puerta de la habitación en la que se celebraba el misterio, eso que los
griegos adoraban con tanta devoción en la estatua que acabamos de citar,
esa región tan hermosa, en una palabra que, sin que tengamos que irnos
demasiado lejos para poner un ejemplo, cuenta en París con tantos
adoradores.
Tal era su postura cuando Dolbreuse, que tenía la
costumbre de entrar sin más preámbulos, abre la puerta tarareando una
cancioncilla y por todo panorama se le presenta aquello que, según se
dice, una mujer verdaderamente honesta no debe nunca mostrar.
Lo que habría colmado de júbilo a tantísima gente, hace retroceder a Dolbreuse.
-¡Qué veo! -exclamó-, ¡traidora…! ¿Esto es, pues, lo que me reservas?
La señora Dolmène, que en ese preciso instante se
encontraba en una de esas crisis en las que la mujer actúa mejor de lo
que razona, se apresura a contestar a semejante pretensión:
-Pero, ¿qué diablos te pasa? -pregunta al segundo
Adonis sin dejar de entregarse al primero-. No veo por qué ha de
decepcionarte nada de esto; no nos molestes, amigo mío, y acomódate
aquí, que puedes; como bien puedes ver hay sitio para los dos.
Dolbreuse, que no puede contener su risa ante la
sangre fría de su amante, comprendió que lo mejor era seguir su consejo,
no se hizo de rogar y parece ser que los tres ganaron con ello.
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