Ambrose Bierce ¿Estás seguro de no haber criado cuervos?
Bienvenidos a otra aventura dentro de esta orbe de letras. Hoy le toca el turno de seducirnos con sus palabras a un periodista y escritor estadounidense, cínico, sarcástico, y con un humor demasiado negro. Estamos hablado de Ambrose Bierce, mejor conocido como "Bierce, el amargo" (Bitter Bierce).
Sus relatos reflejan el desencanto hacia las instituciones y desconfianza hacia las personas, con un humor que llega a ser corrosivo, narraciones que tocan lo fantástico y sobrenatural. Edgar Allan Poe influyó en sus obras más importantes.
Se dice que desaparció en México al enlistarse en el ejército de Francisco Villa, otros cuentan que llegó como observador de la Revolución Mexicana y su paradero se desconoció. Lo cierto es de que visitó las tierras mexicanas en 1914 y jamás se supo qué fue de él.
Los dejamos con este cuento esperando que sea su agrado.
Una tumba sin fondo
Me llamo
John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar
granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse
en la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las
regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar
los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción. Fue así
que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres
deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota
(quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi
educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a
la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir.
Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de
cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma
mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para
forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de
Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención
que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa,
próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda
decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios
del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos
conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre
fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de
esta manera:
-Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más
desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me
resulta poco agradable. Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en
su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos
abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e
incontrovertible que ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro
pidiendo una explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo,
el aire de sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un
arranque de mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus
simples palabras: “¡John, me sorprendes!”, fueron para mí una recriminación tan
severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y,
arrojándome a sus pies, exclamé: “¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!”
Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin
preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre
estuviese muerto, provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
-Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa
muerte, la ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y
los someta a un grupo de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran
a la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero.
Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación
de… de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical- tú
eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar
tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu educación. John, ve y
mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por
la oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural
disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé
con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al
médico.
De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche
muy incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis
compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado
abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje blasfemo.
Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto contiguo y a
quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un feroz juramento
advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más, su sagrada
profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su
objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el
pacífico y refrescante sueño de la juventud y la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado
de sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa,
y añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi
bondadosa madre era republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente
instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la necesidad de
suprimir la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una urna
republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la fuerza
lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.
-Con el permiso de Su Excelencia -comenzó el Fiscal-, no considero
necesario exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se
sienta usted aquí como juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto
testimonio como argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de Su
Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso.
Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:
-Con la venia de la Corte… mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta
elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta
preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un
magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar… ¿qué? Ese es un asunto que
la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya ha
descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde que
conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha
sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio,
asesinato… cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y
los depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con
su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven
meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra
y, con voz temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad.
Después, volviéndose hacia mi consejero, dijo fría pero significativamente:
-Lo veré luego.
A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan
escrupulosamente contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano -con
quien había tenido una pelea por unas tierras- desapareció, y se desconoce su
suerte hasta el día de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente
sepultado a medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas
botas puestas y el contenido de su fallecido estómago sin analizar.
-Él se oponía a cualquier ostentación -dijo mi querida madre mientras
terminaba de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de
paja sobre la tierra removida-, sus instintos eran domésticos y amaba la vida
tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones
para creer que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a
su casa desde hacía varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo -como
siempre despreciativamente la llamó después- decidió que la prueba de muerte no
era suficiente y puso el patrimonio en manos de un Administrador Público, que
era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba igual que el activo; sólo había
quedado la patente de invención del dispositivo para forzar cajas de seguridad
por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser propiedad
legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida
madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable
familia fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a
trabajar.
Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la
inclinación, etc., nos guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi
madre abrió una selecta escuela privada para enseñar el arte de alterar las
manchas sobre las alfombras de piel de leopardo; el mayor de mis hermanos,
George Henry, a quien le gustaba la música, se convirtió en el corneta de un
asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary María, tomaba pedidos
de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar aguas
minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los
demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños
artículos expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había
enseñado.
En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y
enterrábamos los cuerpos en un sótano.
En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De
la rapidez con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que
los espíritus de las personas enterradas volvían a la noche y se daban un
festín. Al menos era cierto que con frecuencia, de mañana, solíamos descubrir
trozos de carnes adobadas, mercaderías envasadas y restos de comida ensuciando
el lugar, a pesar de que había sido cerrado con llave y atrancado, previendo
toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y almacenarlas en
cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y
hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser
descubiertos; si a los fantasmas les era negada esta insignificante
gratificación, podrían promover una investigación que echaría por tierra
nuestro esquema de la división del trabajo, desviando las energías de toda la
familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos terminaríamos
decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial sumisión,
que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.
Una noche, mientras todos estábamos en el sótano -ninguno se atrevía a
entrar solo- ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina
los solemnes oficios de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños
sosteniendo cada uno una vela, mientras que George Henry y yo trabajábamos con
la pala y el pico, mi hermana Mary María profirió un chillido y se cubrió los
ojos con las manos. Estábamos todos sobrecogidos de espanto y las exequias del
alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la vez que, pálidos y con la voz
temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había alarmado. Los niños más
pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa firmeza, y las
ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con
movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La
cara del hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose
a través de alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más
imponente expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros
por el grito de la niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar,
lanzando penetrantes chillidos, o con sus ojos fijos estrellando la oscura
opacidad de algún distante rincón, meros puntos de luz verde haciendo juego con
la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la tumba a medio cavar y
que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo que corrompía
el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de sus
mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser
abandonados a la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía
despaciosamente por encima de la tierra revuelta e inundaba los bordes de la
tumba como una fuente.
Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la
excavación, se había quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados
en el interior de un oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.
-¡Allí está! -Allí está! -chilló, señalando- ¡Dios del cielo! ¿No pueden
verlo?
Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las
tinieblas; una figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a
caer, agarrándose a los barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia
adelante, tambaleándose y, por un momento, apareció a la luz de lo que quedaba
de nuestras velas; luego se irguió pesadamente y cayó postrada en tierra. En
ese momento todos habíamos reconocido la figura, la cara y el porte de nuestro
padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por nuestras propias manos!
¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!
En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible
lugar; en la aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco
apretujarse por la húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose
y trepando uno sobre la espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés
pisoteados por sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a la muerte por un
brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mi
hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo, para morir de sus
heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una hora,
nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que
teníamos, y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la
luz de las llamas, hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el
seguro, y mi querida madre dijo en su lecho de muerte, años después en una
tierra lejana, que ése había sido el único pecado de omisión que quedaba sobre
su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajo tales
circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.
Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de
mi infancia, yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar
con la intención de recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado
en el sótano. Debo decir que no tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos
humanos en las ruinas obligó a las autoridades a excavar por más. Encontraron
el tesoro y lo guardaron. La casa no fue reconstruida; todo el vecindario era
una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos extraterrenos habían sido
denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como no había a quién
preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la contemplación,
una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros ojos
nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él
siempre había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto
ni había oído nada acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar
que debió haber sido enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala,
rápidamente localicé la tumba en lo que había sido el patio de mi casa, y
comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies de profundidad, la
tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe, cayendo por el largo
agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe,
quité con cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida
mampostería que lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto
sótano.
Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado
esa descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido
arrojar algo de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado
vivo. La tumba se había excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe
hasta el recodo del caño, y como no utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por
sobrevivir había roto la podrida mampostería y caído a través de ella,
escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no era
bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión
subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra
providencia. Él era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro
vino; no era mejor que un ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo,
sin duda, necesidad de compañía, que es el único vínculo afín entre un borracho
y su raza, abandonó el lugar de su escondite en un momento extrañamente
inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos más cercanos y
queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.
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